La primera guerra federal centroamericana, 1826-1829
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consideraban iguales, aunque no todos los habitantes de las ciudades/pueblos
entraban en tal categoría. La vecindad estaba destinada a las personas con
jerarquía social, ya sea de origen español, criollo o de algunos mestizos con
prestigio y dinero en las poblaciones de predominio españolizado, el resto eran
habitantes, residentes o moradores. En los pueblos indígenas, igualmente sustentados
en la concepción municipal, los códigos eran otros. Los privilegios citadinos se
entrecruzaban con aquellos que provenían de las viejas estructuras de parentesco
y de territorialidad que, aunque modificados, mantenían la impronta étnica.
Ahora bien, no debe verse la ciudad de aquel entonces como una entidad urbana
autónoma y organizada de manera autosuficiente. Al contrario, si bien era el
locus de la vida cotidiana con larga tradición, esta se asentaba en un mundo
rural, comunitario y local. El municipalismo antiguo le había otorgado una
personalidad jurídica, pero sobre todo le había permitido concentrar diferentes
funciones jurisdiccionales para ejercer dominio sobre territorios vecinos, al que
se unía el poder del “parroquialismo eclesiástico” sobre poblaciones en territorios
extensos. De esta forma, la ciudad ejercía influencias sobre territorios más amplios
y vinculaba el mundo rural a la vida urbana, lo que le permitía ser un centro
fundamental para estructurar y organizar el espacio, pero a diferencia de Europa
donde habría mayor equilibrio entre la ciudad y el campo, en América solo la
ciudad tenía derecho de representatividad ante el rey.
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La vieja tradición municipal tuvo un giro fundamental con la apertura del
constitucionalismo “gaditano” en 1812, producto de una crisis de la monarquía.
Como sabemos, la falta del rey, obligado a abdicar por los franceses, planteó
el dilema de la soberanía tanto en España como en América. La tradición
pactista determinaba que, ante la ausencia del rey, cada ciudad podía recuperar
la soberanía de manera legítima, puesto que se pensaba que el pueblo era el
último depositario del poder, el cual lo había delegado al rey para que lo ejerciera
en su nombre.
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La Constitución de 1812 refrendó la importancia municipal.
El boom de los ayuntamientos que surgió de aquí en adelante no habría tenido
29 Federica Morelli, Orígenes y valores del municipalismo, p. 119.
30 Miguel Molina Martínez, Los cabildos y el pactismo, p. 568. Para profundizar en el conocimiento
de las revoluciones hispanoamericanas, el pactismo y el planteamiento de la soberanía de los
pueblos véase. Fran
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ois Xavier Guerra, Modernidad e Independencias.