Espacios Políticos, Año XI, número 18, junio de 2019, pp. 79-97
San Simón y su culto en un contexto de prostitución en la frontera México-Guatemala
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luego viró hacia la derecha. Desde
ese momento noté que las cosas no
estaban bien, pues conocía el camino
de mi cuarto de hospedaje hacia el
centro. El tipo comenzó a acelerar;
le dije que iba al centro, y él me
respondió que no íbamos al centro,
pero que me iba a llevar a un mejor
lugar. Nunca he podido narrar de
manera coherente esta experiencia.
El hombre, mientras manejaba, me
decía cosas que me alarmaban y
comencé a experimentar una terrible
sensación que invadía todo mi cuerpo.
Jamás podré expresarla con palabras.
Le decía que parara, que me bajara,
pero el tipo solo aceleraba más.
De pronto viró hacia un camino de
terracería y abruptamente apareció
una camioneta que lo hizo detenerse.
Abrí la puerta y eché a correr;
mientras lo hacía, vi que la combi
tenía unas franjas azules y rojas,
además de unos rótulos que decían
«Comitán-Macondo».
Llegué a mi cuarto de hospedaje
muy asustada y llamé a mi amiga,
quien también hacía trabajo en el lugar,
para contarle lo que había pasado. Sin
embargo, en ese momento no estaba
dimensionando con claridad el peligro
del que había escapado. Hablé con el
coordinador del programa de maestría
y con mi director de tesis; ambos me
dijeron que regresara a San Cristóbal,
que abandonara Macondo. Yo sabía que
esa no era una opción, había trabajado
mucho para poder estar en el bar y no
podía claudicar. Regresé unos días a San
Cristóbal de las Casas a pensar cómo le
haría para hacer mi trabajo sin correr
peligro. Cuando retorné a Macondo,
hablé con el director de la policía. Le
conté lo que había pasado, y él ya lo
sabía, pues el coordinador del Ciesas le
llamó para denunciar la situación que
viví y así pedirle que me brindara, dentro
de sus posibilidades, condiciones para
hacer mi trabajo de manera segura. El
director me contó que había ido a las
terminales de los colectivos y a los bares
del lugar a decir a los encargados que
yo estaba haciendo una investigación y
que me protegieran.
Esta situación me hizo ver el
riesgo que corrían las mujeres
centroamericanas; la mayoría no porta
documentos y son el blanco perfecto
para un sinfín de agresiones. Una de
mis preocupaciones era pensar que
esta situación arriesgaba mi presencia
en El Kumbala; nadie se quiere
meter en líos y yo representaba un
problema. Cuando me dirigí al bar fue
toda una sorpresa. Las mujeres, Iván,
y la dueña del lugar, doña Yolanda,
sabían lo que me había pasado, pero
su respuesta fue de solidaridad y
empatía. Ellas se habían compadecido
de mi experiencia y esto fue algo que
compartíamos. Pronto me metieron a
su grupo de Whatsapp y así, cada vez
que alguna salía a hacer un servicio
fuera del bar, mandaba al grupo todos
los datos: el lugar donde estarían, las
personas, el número de placas, etc.,
y se reportaban cada vez que podían.
Yo solo avisaba cuando salía de mi
casa; además, me contactaron con