Enriqueta Lerma Rodríguez

Espacios Políticos, Año XI, número 18, junio de 2019, pp. 21-38

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la frontera puede ser vista como un 
espacio de interacción estratégica
En Chiapas, por ejemplo, el borde
usado estratégicamente en distintos 
procesos y coyunturas, ha permitido 
la construcción de relaciones de 
dependencia, algunas observables 
entre campesinos guatemaltecos y 
plantaciones agrícolas mexicanas; de 
solidaridad en contextos de violencia 
como fue en  el caso del refugio 
guatemalteco; 

de 

intercambios 

comerciales, variables, según el alza 
o baja de las divisas internacionales y 
de la circulación de ciertos productos; 
de construcción de redes parentales 
y de compadrazgo; de colaboración 
a partir de ciertos credos religiosos 
y prácticas rituales;  y de relaciones 
de otros tipos que forman parte de la 
dinámica diaria. Lo que se ha señalado 
como regiones culturales que superan 
las fronteras políticas.

Ante este panorama la distinción 

entre frontera y borde es que 
mientras en la primera hablamos 
de un imaginario social producido 
desde un centro hegemónico y que 
señala «la orilla», en el segundo nos 
encontramos con «la orilla» vista por 
sus habitantes como centro y desde 
donde conciben el mundo y la realidad. 
En el borde las relaciones locales se 
construyen desde una cotidianidad 
donde juegan ambos sentidos: la 
ruptura (que produce «el centro 
canónico») y la continuidad (que ellos 
viven «en su centro»). El borde es un 
espacio estratégico que abre múltiples 

posibilidades de interacción social; 

en ellas no está ausente el conflicto 

ni la contradicción, pero logran 

asimilarse, sortearse o soportarse 

como parte de la vida diaria. La 

frontera logra construirse a partir de 

un límite territorial y con relación a 

él se construyen las interacciones: 

«Más aún, los nexos en las fronteras 

son tan intensos que facilitan el 

surgimiento de nuevas culturas 

forjadas desde las combinaciones 

que las propias interrelaciones van 

tejiendo» (Fábregas, 2015, p. 69). 

No extraña entonces que en 

Tijuana «el bordo» —como se conoce 

al muro que separa México y Estados 

Unidos— sea justamente el ícono de la 

identidad local, un símbolo de lo que 

significa vivir en la frontera y referente 

de su cotidianidad; representa la 

apropiación y reproducción de este 

tipo de espacialidad fronteriza. 

Dado que el borde se encuentra 

constantemente cuestionado por su 

condición de ambigüedad, el Estado 

busca delimitarlo y demarcarlo política 

y materialmente para evidenciar 

la existencia de un lugar de orilla y 

justificar su control.

3. La producción imaginaria 

de la frontera

La noción clásica de frontera, 

siguiendo a Jackson Turner (Taylor, 

2007), puede concebirse como un 

proceso de expansión, construido 

desde un centro espacial etnocéntrico