Espacios Políticos, Año XI, número 18, junio de 2019, pp. 21-38

Esta orilla que es nuestro centro. Producción imaginaria de la frontera: 

Una mirada desde el borde Chiapas-Guatemala

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—como corte— la noción hegemónica 

de frontera busca construir, tal como 

alguna vez distinguieron los griegos, 

entre ecúmene y anecúmene: 

separación del territorio conocido 

y culturizado (el mundo humano) 

del espacio desconocido y poco 

poblado. Esta significación tan añeja, 

que pareciera no cobrar sentido en el 

mundo contemporáneo, se expresa 

actualmente a partir de distinguir, 

separar y estigmatizar a quienes se 

considera que no forman parte de la 

comunidad nacional imaginada. Excluye 

a los grupos que no «terminan» por 

integrarse a la nación (los indígenas) 

y a los sujetos que no son reconocidos 

como ciudadanos: extranjeros, migran-

tes o indocumentados. 

La noción de frontera permite al 

Estado confirmar su soberanía sobre 

un territorio y sobre cierta población. 

Al menos imaginariamente, su 

intención de dominio (o dominio real) 

se finca en dos constructos políticos: 

la supuesta unidad cultural y la 

construcción simbólica del enemigo, 

sobre todo en países cuya relación 

internacional es asimétrica respecto a 

sus vecinos.

Si el centro tiende a ocupar un 

lugar simbólico donde se espera 

que no se cuestione la «unidad y 

homogeneidad nacional», el borde 

justamente se interpreta a partir 

de la analogía contraria: en tanto 

ruptura y continuidad, es depositario 

de las dudas sobre la fortaleza de 

la identidad nacional. El borde es 

percibido desde el centro como 

una espacialidad peligrosa por su 

ambigüedad, por lo mismo capaz de 

desdibujar el límite de la soberanía 

estatal. Este supuesto, analizado 

por 

Aida 

Hernández 

(2001), 

condujo a instrumentar la política 

del gobierno de Victorico Grajales  

—gobernador de Chiapas entre 1932 

y 1936— quien impulsó una campaña 

de desindianización en algunos 

municipios de la frontera sur con 

el fin de mexicanizar a la población 

y lograr distinguir el sustrato 

 

«mestizo-mexicano» del sustrato 

«indígena guatemalteco» (Hernández,  

1994, pp. 44-49). El intento 

de eliminar las características 

«ambiguas» de quienes no están 

«totalmente integrados a la nación» 

o de impedir su ingreso al territorio 

nacional es también lo que sucede en 

la actualidad con el reforzamiento de 

la frontera ante la creciente migración, 

principalmente centroamericana.

Para los habitantes de este 

espacio, sin embargo, el borde es 
un entramado de relaciones de todo 
tipo: políticas, económicas y sociales, 
donde «ruptura y continuidad» no 
son nociones contrarias ni ambiguas, 
ambas caras son naturalizadas 
socialmente y producto de la historia 
compartida y de la cotidianidad. 
Aquí el borde puede ser usado 
estratégicamente según convenga a 
la situación, a partir de la construcción 
de ciertas interacciones sociales, 
a veces inclusivas y otras veces 
excluyentes. Bajo este entendido