Enriqueta Lerma Rodríguez

Espacios Políticos, Año XI, número 18, junio de 2019, pp. 21-38

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muy particulares ceñidas a sus 

culturas, a sus intercambios sociales 

y comercios regionales.

La idea de frontera, vista desde un 

centro hegemónico, tiene una arista 

imaginaria importante, fundamentada 

en lo que Anderson (2007) llamó la 

comunidad imaginaria producida por 

el Estado Nacional, es decir, derivada 

de los imaginarios institucionales: 

remite a externalidades, separa lo 

que nos parece propio (adentro, 

cercano, nacional) de lo que está 

más allá (afuera, lejano, extranjero). 

Dicho imaginario implica una doble 

posibilidad: incorpora o rechaza 

ciertos aspectos a partir de lo que 

concebimos o queremos construir 

como realidad.

En este sentido, el imaginario de 

la frontera permite seleccionar ciertos 

atributos para incorporarlos, hacerlos 

parte de la propia identidad; aun 

cuando lo «propio» lo desconocemos 

y lo «externo» nos parece tan 

cercano. Por ejemplo, en el imaginario 

instituido de cierta clase chiapaneca 

se concibe que chujes, mames, 

acatecos, kanjobales, cakchiqueles 

y otros grupos indígenas, no son 

mexicanos, aunque su presencia en 

el sur del territorio mexicano y su 

movilidad a lo largo de la frontera 

haya sido histórica: una exclusión 

que parte del desconocimiento de la 

pluralidad social en este espacio.

Se niega lo próximo, pero se 

reivindican identidades transcontinen-

tales. Por ejemplo, algunos «coletos» de 
San Cristóbal de Las Casas —mestizos de 
la ciudad— se consideran descendientes 
de europeos, algunas veces hasta con 
nacionalidad específica, «de españoles 
o alemanes»; una incorporación que 
parte de la racialidad. De este modo, 
la noción de frontera permite crear 
imaginarios de exclusión etnocéntrica 
y etnoespacial —como si la historia se 
hubiese producido en un solo punto, que 
es «el centro canónico de la identidad» 
y por un solo grupo—: se omite la 
dinámica espacial de «las orillas» y se 
ignora su histórica multiculturalidad.

En contraste con el imaginario 

instituido, apenas señalado, en 
algunas regiones de «la frontera», 
sus habitantes no se identifican con 
la visión del centro. No se sienten en 
la «orilla»: su imaginario instituido 
tiene sus propias particularidades; la 
«orilla» es «su centro». Viven este 
espacio más como un borde entre dos 
imaginarios territoriales y nacionales 
(especie de pliegue del espacio, 
producido por la conformación de 
dos Estados-nacionales, que señala 
una continuidad que se contrae y se 
dilata); característica que permite 
vivir la frontera como una posibilidad 
de interacción que pone en juego 
distintas prácticas e identidades y 
donde se desarrollan estrategias para 
usar favorablemente la dicotomía 
entre corte (límite) y continuidad 
del espacio (borde). Sin embargo, 
instrumentada cada vez más desde 
un centro como fin del territorio