Espacios Políticos, Año XI, número 18, junio de 2019, pp. 5-18
Las fronteras en la historia: La construcción del límite entre Petén y Campeche
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sustentó el expansionismo económico
y político de las élites regionales
asentadas en Ciudad del Carmen –en
el golfo de México– hacia el sur.
Del lado guatemalteco, los
principios liberales esbozados se
aplicaron de la misma manera que en
el país vecino, pero la actuación política
de definición de la frontera-límite varió
sustancialmente dependiendo del
tramo a negociar. Si México reforzó su
acción territorializadora para asegurar
su límite sureste históricamente
díscolo, la lógica negociadora de
los políticos guatemaltecos se
mostró más preocupada en afianzar
jurisdiccionalmente
su
región
cafetalera. Otro elemento a tener
en cuenta, que amerita mayor
estudio, fue el hecho que el Estado
guatemalteco no contaba con el
papel destacado de una élite regional
fuerte, articulada a las acciones
políticas nacionales y con intereses
en la negociación diplomática sobre
Petén, como sería en el caso de los
carmelitas para México.
La frontera-frente y la frontera-
límite no solo se encuentran a veces
entrelazadas (Kauffer, 2010a, p. 31),
sino parte del supuesto de que
se determinan mutuamente. La
perspectiva, entonces, de proceso
largo, acumulativo y relacional para
estudiar los conflictos, las alianzas y
las redes que atraviesan la frontera
es una herramienta metodológica
interesante a la hora de investigarla.
La histórica disputa por territorios
deviene una lucha por nacionalizar
el espacio fronterizo, por controlar
la población de esa zona y volverla
parte del Estado que se pretende
delimitar. La demarcación –base sobre
la que se estructura el ordenamiento
jurisdiccional– permite el ejercicio
de las funciones legales que normen
la sociedad política, las de control de
la circulación de gentes, productos e
información, las fiscales, ideológicas
y militares. Del mismo modo, no
podemos entender la nacionalización
de un espacio solo como imposición
de poderes centralistas, sino como
producto de su articulación con los
actores localizados en la frontera, a
través de alianzas y conflictos, a menudo
a contrapelo de voluntades locales. La
frontera se convierte, entonces, en un
laboratorio privilegiado desde el cual
poder conceptualizar el espacio social
y la identidad local, pero sobre todo,
develar los papeles que ha jugado en
promover o frustrar el desarrollo de
los Estados modernos. La frontera nos
habla de cómo se constituyeron esos
Estados. En los bordes de los Estados,
en sus márgenes y brechas, en sus
intersticios encontramos claves de su
esencia. Nos explican la ambigüedad
de las construcciones nacionales; las
contradicciones que le son inherentes
y que por definición necesitan ocultar.
Los Estados necesitan «naturalizar»
sus fronteras en la búsqueda por
perpetuar su control sobre ellas. Y un
elemento clave en ese proceso, es el
rol de la producción historiográfica,
vista como dispositivo de creación de