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Carlos Rafael Cabarrús Pellecer, S. J.
Espacios Políticos, Año X, número 17, agosto de 2018, pp. 75-94
sido un elemento siempre presente
en las personas e instituciones
intermedias. La búsqueda de poder,
en cambio, es algo concentrado en
pocos núcleos, si se compara con
el papel de la codicia y la avaricia.
El poder como tal es ejercido por
pocos; la avaricia y la codicia tiene
más rejuego en las personas y
en las estructuras intermedias.
La corrupción brota de esos dos
«yerros» capitales: la avaricia y la
codicia. Existe entonces una íntima
relación entre poder y tener. Pero las
peculiaridades históricas marcan las
situaciones, las características y las
fuerzas de la corrupción
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Habría que distinguir entre corrupciones
mayores y otras que son menores. Se debe
considerar el impacto que se provoca y quién
obtiene el beneficio de la acción sustractiva.
Ahora bien, no es lo mismo un robo pequeño
que uno mayúsculo, aunque la actitud en
lo mínimo puede alentar a explorar en lo
mayor… Para esto no hay que olvidar la frase
evangélica que el que no es fiel en lo poco no
será fiel en lo mucho. (Lc 16:10).
Cabe recordar sin embargo, que las
apropiaciones que la gente en necesidad
pueda llegar a realizar, propiamente hablando
no son «robo». En la tradición de los Padres
de la Iglesia se nos recuerda: «Del hambriento
es el pan que tú retienes, del que va desnudo
es el manto que tú guardas en tus arcas; del
descalzo, el calzado que en tu casa se pudre»
(San Basilio, H. Destruam. 7) Por su parte,
San Juan Crisóstomo decía que «el no dar a
los pobres de los propios bienes es cometer
con ellos una rapiña y atentar a su propia
vida» (Crisóstomo. Sobre Lázaro h, 2,4) Esto
supone que los bienes tienen claramente
una función social, -lo superfluo de los que
tienen más- pertenece a los indigentes. El
robo –la rapiña- es de quien teniendo de
más, no comparte… (Diccionario Social de los
Padres de la Iglesia. Edibesa, Madrid, 1997,
p. 338).
No se puede olvidar que en
general el poder tiende a corromper,
casi por principio. Sin embargo, lo
que es permanente es que el poder
aplasta… y pervierte los corazones y
las instituciones. No hay que negar,
además, que el poder religioso -en
todas las religiones- es lo más temible
de todo, pues utiliza lo divino y
sagrado como respaldo y justificación
de lo que manda. Solo recordemos en
la misma historia pasada y presente
de la Iglesia los modos ostentosos
de vida, las guerras organizadas, el
machismo descarado, los sistemas
inquisitivos… Por otra parte, los
vejámenes que han causado muchos
de sus dirigentes sobre personas,
infantes y sociedades, a lo largo de
los tiempos.
Lo que se tiene que lograr,
entonces, es el ejercicio de la
«autoridad» —la autoridad viene
de augere, en latín, que significa
levantar, animar—, es decir, la
autoridad verdadera es la fuerza
de hacer crecer a las personas e
instituciones intermedias y así, hacer
progresar a las sociedades, en el
horizonte del bien común.
Es claro que en la misma Biblia
tenemos ejemplos remarcables de
avaricia, de celos, de envidias. Por
ejemplo, desde el mismo episodio de
Caín y Abel, donde Abel es asesinado
por Caín, por envidia (Gn.4,5). En el
Nuevo Testamento encontramos un
hecho chocante: la actitud de Ananías