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Espacios Políticos, Año X, número 17, agosto de 2018, pp. 75-94

La corrupción: la tentación que más lucra y seduce

cuidadosamente atendidos y tomados 

en cuenta en el momento del análisis, 

como también en el accionar político. 

Se constata que la corrupción tiene 

más detonadores a causa del ansia 

de «tener» más que la del deseo 

de poder. El deseo de tener tiene 

una amplitud inmensa. El poder es 

siempre más concentrado en sus 

números y acciones.

Nuestro análisis parte desde 

lo macro, que es lo que va dando 

siempre matices y peculiaridades a 

la cultura en general, al ambiente 

en que se mueven las instituciones 

«meso» y las individualidades.

1. La corrupción en la 

historia

La corrupción, sobre todo en estos 

tiempos, tiene su base en el anhelo 

de poseer más y más -fomentado por 

la propaganda y el mercadeo- y que a 

nivel moral aprovecha un dispositivo 

que ha sido siempre condenado en 

las diversas morales y religiones: la 

avaricia, que es ansia de poseer y 

acaparar más y más, combinada con 

la codicia, cuya definición tradicional 

es «desear los bienes ajenos» y 

utilizar todos los medios -lícitos e 

ilícitos-, para alcanzarlos. Como 

dice el apóstol Santiago: «codician 

lo que no pueden tener y acaban 

asesinando» (Sant 4, 2). Ambos 

elementos se entrelazan de diversas 

formas y son pilares del fenómeno 

que denominamos corrupción, 

que propiamente hablando se da 

en el ámbito personal, en el de las 

instituciones asociativas, pero sobre 

todo, en los espacios públicos.

No olvidemos que la tentación 

de los primeros padres fue «querer 

ser como dioses»: la soberbia (Gn 

3,5)... Hay algo, así mismo, en la 

naturaleza humana, —la avaricia— 

donde se anida el egoísmo y la 

apropiación, prescindiendo de los 

demás… Recordemos que los niños 

de suyo reclaman, inmediatamente 

las cosas como propio; como «mío». 

Es la familia, en primer lugar, 

como la escuela o las iglesias, en 

los años siguientes, las instancias 

que pudieran dar una normativa 

a estos instintos muy primarios. 

Esto sería el papel de instituciones 

a nivel «meso». Luego vendrían las 

estructuras y leyes generales, en lo 

macro, que ayudarían a limar ese 

egoísmo innato y a provocar que 

las personas sean capaces de vivir 

entonces con responsabilidad en 

una sociedad donde se establecen 

reglas de distribución de la riqueza, 

por ejemplo, con impuestos, que 

debieran tener relación estricta con 

los ingresos devengados. Eso sería la 

condición ideal.

Siempre se han dado géneros de 

avaricia, de codicia, en las historias 

de los pueblos, que son la fuente de 

la corrupción y que hacen estallar los 

logros más humanos. Parece que la 

tendencia de codiciar los bienes de los 

otros ha sido una tentación fuerte, ha