Francisco Alfredo Sapón Orellana
Espacios Políticos, año X, número 16, noviembre de 2017, pp. 89-110
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definió las directrices de las actuales
políticas contra las drogas y, además,
limita el consumo de opiáceos y otras
drogas incluidas en el Protocolo de
París de 1948. En concreto, lo limita
a usos médicos y de investigación
científica. Es decir que, excluye su
uso recreativo, religioso o social.
«Esto cumplió el objetivo de limitar
los usos de las drogas psicoactivas
a la medicina y la ciencia, formulado
originalmente por el obispo Charles
Brent, el líder de la delegación
americana que presidió la Comisión
de Shanghái en 1909» (Thoumi, en
Konrad Adenauer Stiftung y Cátedra
Guillermo y Alejandro de Humboldt,
ed., 2014).
Bajo la influencia del Gobierno
de los Estados Unidos, aunque
también de Rusia, Japón, Suecia
y China, la principal preocupación
de las partes en la Convención
de las Naciones Unidas contra el
tráfico ilícito de estupefacientes
y sustancias sicotrópicas (1988)
ha sido el tomar medidas ante la
creciente magnitud y tendencia de
la producción, demanda y tráfico
ilícitos de estupefacientes y de
sustancias sicotrópicas. Ello, en
tanto que las han considerado como
«una grave amenaza para la salud y
el bienestar de los seres humanos»,
que menoscaban «las bases
económicas, culturales y políticas
de la sociedad» (s. p.).
Ahora bien, ¿se ha regulado
exitosamente el acceso de opiáceos
con fines médicos y de investigación
científica? ¿Se ha evitado el
menoscabo de las bases sociales?
La pregunta no resulta retórica,
pues su respuesta es escandalosa.
De acuerdo con el Observatorio
Global de Políticas sobre Drogas,
más de 5500 millones de personas
(es decir, alrededor del 83% de la
población mundial) en más de 150
países, tienen nulo o poco acceso
a la morfina y a otras «sustancias
controladas para aliviar el dolor, la
atención paliativa o la dependencia
a opiáceos» (London School of
Economics and Political Science,
2014, p. 11). De acuerdo con la
Comisión Global de Política de
Drogas (2014, p. 22), a pesar de
que tanto la morfina y la metadona,
derivadas del opio, están incluidas
en la Lista modelo de medicamentos
esenciales de la OMS, hacia 2014 el
acceso a opioides y opiáceos fuertes
es limitado. Aun cuando más del
80% de la población mundial
afronta dolores y sufrimientos
evitables, el acceso a este tipo de
medicamentos es nulo, oneroso y
escaso (p. 9). De esta cuenta, en
países con el potencial de garantizar
el abastecimiento de sus mercados
locales, su administración pública
y la ciudadanía, han de revisar
las reglas que sostienen las leyes
prohibicionistas. Más allá de la
normativa internacional, conviene
revisar las exigencias de justicia y