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Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
los amedrentaba. Era posible que
esa madrugada los desalojarían.
La gente los apoyaba con comida,
un generador eléctrico, colchones y
hasta carpas. Llegaron alrededor de
diez personas a acompañarlos hasta
medianoche: unos llegaban con
guitarras, otros para apoyarlos en sus
demandas. Algunas mujeres venían
en sus carros lujosos desde zona 14,
dándoles apoyo y cobertura en las
redes. Otros jóvenes, desde colonias
populares de zona 21, permanecían
hasta noche. Las camionetas negras,
suburban, atravesaban el parque
y se estacionaban frente al Palacio
para intimidar. Todos se quedaban
congelados en esos momentos. Hacía
frío y eran madrugadas brumosas.
Unos trataban de conciliar el sueño en
sus bolsas de dormir, otros platicaban
a cinco metros, en la intemperie.
“Pasen los panes, muchá”,
decía una de las encadenadas, en
ese momento todavía sin nombre
de organización. Eran panes con
frijoles, piezas de pollo, ponche o
café, los cuales se distribuían entre
los presentes. Algunos hablaban de
los rumores y expectativas sobre la
posible renuncia de la vicepresidenta,
otros criticaban la corrupción del
gobierno. Sin embargo, llamaba la
atención cómo la tensión por un
posible desalojo creaba una suerte
de comunidad al compartir el frío de
la madrugada en esa desolada parte
del centro de Ciudad de Guatemala.
Los panes, en efecto, se distribuían.
“Tomá, Chino, aquí está, pasále este
otro al Canche”, decía la mujer. El
Chino es un hondureño que dormía
en la calle, procedente de San Pedro
Sula. Había huido para salirse de las
maras. El Canche se mantenía en las
sombras de los pilares del palacio.
Cuando llegaban las cámaras, se
escondía. “No quiero que me vean mis
papás”. Era un joven alto, callado, de
ojos verdes. Casi no sonreía.
En las gradas dormían los
mendigos: un salvadoreño, un
nicaragüense, un guatemalteco, un
hondureño. Ponían una colcha en el
piso y se cubrían enrollándose. Pocos
hablaban ya hacia las cuatro de la
madrugada. Pero justo a esa hora el
ruido de un motor y una fuerte luz
los despertaba. Era el motorista,
repartidor de periódicos, quien
tiraba el diario entre las rejas de la
puerta principal del palacio. Pronto
amanecía y se levantaba la pequeña
comunidad de encadenados: barrían
el piso, se compartían las galletas y
el café. Los trabajadores se detenían
y los miraban. Un reportero llegaba
temprano y entrevistaba siempre al
mismo encadenado, como se les fue
conociendo. La mujer dejaba una silla
vacía, reservada para el presidente
Pérez y la vicepresidenta: “venga y
le explicamos”, tenía anotado en un
papel sobre el respaldo. El Canche y el
Chino se marchaban. Trabajadores y
estudiantes se acercaban a escuchar
a los encadenados: asentían con
la cabeza, pronunciaban un inicial