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nacional de literatura de Israel, y al mismo tiempo la extrema
derecha confesional lo acusó de traidor ante el Tribunal Superior
de Justicia. Traidor, como había sido el caso de su personaje
infantil, Tolfi, por enseñar hebreo al enemigo.
Antes del Premio Príncipe de Asturias, había obtenido ya el
Premio Goethe, y al recibirlo en Fráncfort recordó en su
discurso que un día se había jurado nunca poner un pie en
Alemania. Agravios, de esos que uno arrastra como si se tratara
de una pesada cadena atada a los tobillos, tenía suficientes.
Y dijo también que imaginar al otro es un antídoto poderoso
contra el fanatismo y el odio.
No simplemente ser tolerante con los otros, sino meterse
dentro de sus cabezas, de sus pensamientos, de sus ansiedades,
de sus sueños, y aún de sus propios odios, por irracionales que
parezcan, para tratar de entenderlos.
¿Somos nosotros capaces de hacer ese viaje imaginario hacia
los
kiche’s, los tz’utujiles, los lencas, los miskitos, los talamancas,
los garífunas, los creoles? ¿Entender su honda relación
sacramental con la naturaleza, los ríos, los bosques, la selva,
la montaña, esa pasión perseverante por preservar su universo
sagrado por la que asesinaron a Bertha Cáceres en Honduras,
opuesta a la explotación minera en las tierras ancestrales lencas?
Si la buscamos, siempre hallaremos una salida al círculo
vicioso de los rencores y las inquinas que se abren como llagas
purulentas en la piel de aquellos que se sienten tan distintos de
otros como para creerse contrarios de esos otros, adversarios,