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Mientras atraviesen clandestinos Nicaragua, no pocos quedan 
en el camino, ahogados en los ríos, picados por culebras;  
hay mujeres que mueren al dar a luz en media montaña, junto 
con el niño que paren. Pero muchos consiguen llegar a Tijuana, 
lo que quiere decir que el implacable muro nicaragüense, otro 
muro, pese a todo tiene grietas. 

Cuando hay un naufragio de las frágiles embarcaciones que los 
transportan a la medianoche, sus cuerpos son arrojados por el 
oleaje del Gran Lago, y reciben sepultura en los cementerios 
de los poblados vecinos, en tumbas sin nombre, o en la misma 
costa, por su avanzado estado de descomposición. En el 
expediente policial, bajo el nombre «desconocido», solo figuran 
unos cuantos rasgos: pelo ensortijado, piel oscura. Aspecto 
atlético, gran estatura. Complexión media, sexo femenino. 
Camiseta negra, zapatos deportivos. 

Fragmentos de las vidas de estos caminantes quedan en 
las noticias de los periódicos que no tardarán en envejecer.  
Me fijo en una de esas historias. David, de 21 años, y Yandeli, 
de 25, una pareja de haitianos que lograron atravesar la frontera 
y se vieron obligados a vivir escondidos en un paraje del sur de 
Nicaragua. Detuvieron su marcha porque ella iba a ser madre 
pronto y buscaba parir en la soledad de su refugio. Escogieron 
llamar Davison a su hijo. 

Sin empleo, vendieron todo lo que tenían y decidieron emigrar. 
Por el momento su sueño americano fue este, un refugio en el 
monte y el riesgo diario de que el ejército, o la policía los saquen 
de allí para hacerlos regresar al campamento en Costa Rica.