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No Ulises que regresa a su patria, sino Ulises al revés, que deja su
patria y debe enfrentar los peligros que surgen en su ruta azarosa,
a merced de bandas criminales, expuestos a amenazas mortales,
por lo que no pocas veces estos desterrados van a parar al fondo
de una fosa común antes de haber podido divisar el espejismo al
otro lado de un muro que pretende ser inexpugnable. Un muro
construido con las piedras de la intolerancia.
Los otros son los distintos, y por tanto discriminados y
reprimidos, por el color de su piel, por su raza, por razones de
género, por sus preferencias sexuales. Por su religión, por su
cultura. Porque vienen de lejos. Porque hablan una lengua que
no entendemos, porque no se visten como nosotros.
Debemos emprender el viaje hacia ellos, para encontrarlos,
y encontrarnos en ellos. Es lo que mi maestro Mariano Fiallos Gil,
rector de la universidad donde me formé en Nicaragua, llamaba
«humanismo beligerante». No el humanismo pasivo encerrado en
el claustro, sino el humanismo que busca transformar el mundo
pero primero nos transforma a nosotros mismos.
Para miles de africanos, la larga y azarosa travesía marítima
comienza otra vez en el golfo de Benín, de allí mismo de
donde partían hace siglos los barcos cargados de esclavos hacia
América. Desembarcan en Brasil y atraviesan el continente en
busca también de la frontera mágica, recorriendo distancias
inauditas a través de páramos, selvas, ríos y cordilleras. Es un
viaje que parece imposible aún para la imaginación, pero sus
protagonistas son de carne y hueso.