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Aquella Congregación fue un revulsivo para toda la Compañía 
y generó un fuerte movimiento de transformación y también 
una doble resistencia, al cambio como tal, un cambio que 
propiamente estaba exigido por el Concilio, y a aquel cambio 
concreto, pues muchos pensaban que nos distanciaba de una 
misión que debía ser espiritual e intelectual.

Hoy esta misión por la fe y la justicia está básicamente aceptada 
en el cuerpo de la familia ignaciana y asumida como una gracia 
recibida, pues toda llamada lo es. Como decía la CG 34 en 1995, 
nuestro servicio a los pobres “ha hecho más honda nuestra vida 
de fe, tanto individual, como corporativamente: nuestra fe se ha 
hecho más pascual, más compasiva, más tierna, más evangélica 
en su sencillez” (d. 2, n. 1). El compromiso por la justicia ha sido 
un regalo de Dios. “Peregrinos con los pobres hacia el Reino, 
nos hemos sentido impactados por su fe, renovados por su 
esperanza, transformados por su amor” (d. 3, n. 1). 

La transformación se ha producido en nuestras vidas personales 
–nuestro modo de creer y de vivir–, en nuestras comunidades 
y en nuestras instituciones. Todos ellos han sido ámbitos en 
donde la misión por la fe y la justicia ha ido lentamente tomando 
cuerpo, no sin contradicciones. 

También las universidades han ido incorporando esta misión en 
los distintos ámbitos de su actividad. Hemos de reconocer con 
satisfacción que la provincia centroamericana en particular, ha 
abierto caminos en este campo para toda la Compañía, porque 
la sangre de los mártires siempre llama a una mayor generosidad 
y creatividad, y el recuerdo de los compañeros –ellos y ellas– 
asesinados en la Universidad Centroamericana de El Salvador 
siguen hoy interpelando nuestra conciencia.