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La promoción 

de la justicia

han permitido esclarecer leyes sobre las que nos hemos apoyado 
para el desarrollo de tecnologías que han mejorado nuestras 
condiciones de vida. Por su parte, las ciencias sociales nos han 
dado a conocer la situación de la humanidad en la actualidad y 
han proyectado luz sobre las causas de la exclusión y la pobreza. 

Hace menos de 50 años, otro jesuita muy influyente en la 
Compañía de Jesús, el P. Arrupe, supo que la humanidad 
contaba con los recursos suficientes para acabar con el hambre 
y la pobreza. Si no lo hacía, era sencillamente porque no quería. 
Aquello lo tenía dolorosamente confundido: de modo que, 
¿podíamos terminar con el sufrimiento de tantas personas y no 
queríamos? ¿Cómo era posible tamaña injusticia? También al 
P. Arrupe, como a S. Ignacio, los pobres le habían conquistado 
el corazón desde su juventud. Se había sentido impactado por 
la miseria en las barriadas de Madrid. Había experimentado 
el horror de la bomba atómica y atendido a muchos heridos 
en Hiroshima. Su profunda fe y su larga contemplación del 
Jesús del Evangelio lo acercaban a los últimos. Él creyó que 
la Compañía debía comprometerse en la lucha por la justicia. 
No se trataba solo de servir a los pobres, sino de luchar contra 
las causas que los sumen en la marginación. No se podía solo 
atender necesitados, sino que se precisaba romper la injusta 
fábrica social de la exclusión. En sintonía con esta apreciación 
compartida por otros muchos jesuitas en diversas partes del 
mundo, la Congregación General 32, en 1975, redefinió la 
misión de la Compañía de Jesús como “el servicio de la fe y 
la promoción de la justicia”, en el trasfondo de una opción 
preferencial por los pobres.