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Durante más del 99 % de su historia, el ser humano aprendió a
convivir y a dialogar con la naturaleza, al considerarla una entidad
sagrada y al concebir a sus principales elementos como deidades
y dioses. También aprendió a formar colectivos basados en la
cooperación y la solidaridad, la sabiduría de los más viejos y el
uso de una memoria comunitaria y tribal. La “época de oro”
de la especie humana, tuvo lugar hace unos 5 000 años cuando
cerca de 12 000 culturas, distinguidas por la lengua y distribuidas
por todos los hábitats del planeta, aprendieron a vivir en
comunidades o aldeas soportadas por relaciones armónicas con
sus recursos locales. La aparición de sociedades no igualitarias,
cada vez más complejas, permitió el incremento de la población,
del comercio y del conocimiento, pero también desencadenó
usos imprudentes de los recursos naturales y una tendencia a la
inequidad social.
La historia que siguió a esa época de equilibrio, no ha sido más
que la historia de una doble explotación, social y ecológica, un
largo proceso de degradación y decadencia que alcanza su cenit
con el advenimiento de la modernidad. Hoy como nunca antes,
a pesar de los avances tecnológicos, informáticos y sociales
(como la democracia), la especie humana y su entorno planetario
sufren los peores procesos de explotación y destrucción.
Hoy, la población tradicional o premoderna del mundo está
formada por un núcleo duro
de unos 300 a 500 millones de
seres humanos, representados por los llamados pueblos
indígenas hablantes de unas 7 000 lenguas, y por un núcleo débil
conformado por unos 1 300 a 1 600 millones de campesinos,
pescadores, pastores y pequeños productores familiares (Toledo
y Barrera-Bassols, 2008). Es en esas culturas donde se encuentran