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Esos cristianos son los que gozan de una energía que nace de
“la justicia que brota de la fe” (Rom 9, 30).
La
dignidad humana, por ejemplo, se ennoblece al considerar
que somos hijas e hijos de Dios. A nuestra tolerancia, el Dios
de Jesús puede elevarla, por pura gracia, a
tener la misericordia de
una madre para con nuestros semejantes -cosa imposible si fuéramos
nosotros los que lo pretendiéramos-. A la idea de justicia, Jesús
nos ha regalado su sueño y el sueño de su
Abba, que es el
hecho de que otro mundo es posible: el Reinado de Dios.
En
ese proyecto Dios se la juega por la humanidad. Es para la humanidad,
pero
Dios se inmiscuye. Nos ha dado ya la prenda de que se ha
comprometido en Jesús encarnado. El concepto -símbolo de
Reinado- se identifica con un banquete de bodas, donde hay
música y comida y bebida en abundancia.
La justicia deja su aire
adusto y se convierte en un convite. Y con la solidaridad, Jesús nos da
la posibilidad de tener la compasión que se le notaba a él mismo
cuando también expresó
misereor super turbas (se me mueven las
entrañas por toda esta gente).
Lo que es cierto es que
la espiritualidad que Jesús nos regala, la
recibimos por gracia. No depende de nuestros esfuerzos. Podemos
aportar los valores humanos, como base, decíamos. Pero no es
suficiente. Esa espiritualidad cristiana también debe
cultivarse
necesariamente en experiencias. La fe la heredamos muchas veces
de nuestras familias. En los hogares se puede dar el lugar para
enseñarnos a orar con sencillez. Esto puede ser una experiencia
primaria. Pero esa fe hay que cultivarla acercándonos al
encuentro personal con Jesús.
La espiritualidad cristiana no se afinca
por aprender el catecismo. Se necesita de ayuda para encontrarse
con el Dios que Jesús nos mostró y sobre todo, toparse con