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Todos estos acentos de ese Dios, típicos del Antiguo Testamento, 
Jesús los cambia por una nueva e inesperada imagen. El Dios de 
la 

alegre misericordia (cfr. El hijo pródigo: Lc 15, 11-32), un Dios 

que nos quiere con un amor incondicional, por lo que somos 
y no por lo que hacemos; que 

nos ha querido cuando estábamos en 

más pecado. Hay que recordar que el pecado más grave es el de 
omisión… De un Dios gratuito, al que no se le compra con nada. 
De un Dios que es padre de todas las personas por igual. De un 
Dios cuya 

condición para acercarnos a Él, es el hecho de ser pobres, 

juntamente con 

reconocernos personas pecadoras. Pecado que lo define 

principalmente en 

no ejercer las obras de justicia y misericordia. Eso es 

lo que quiere, -citando a Isaías 58- y no sacrificios. De un Dios 
que 

apuesta por nuestra libertad antes que nada. De un Dios que 

nos invita a morir a todo lo que no es lo que Él quiere, sino a 
ser capaces de dar la vida por la Paz -shalom-, lugar de descanso y 
de vitalidad. Pero para ello estar en disposición de morir, pero 
por ese proyecto (Mc 8, 34). Ese proyecto en concreto, es que 
otro mundo es posible. Esto es lo que Jesús nombró tantas veces 
como el Reinado de Dios. De un Dios que se encarna, de un Dios 
de la esperanza, de que sí es viable que cambiemos de actitud y 
venga un mundo de dignidad y paz. 

Otra actividad típica de Jesús fue 

curar y sanar los corazones y los 

cuerpos, haciéndolo con su mismo cuerpo, con sus manos, con su saliva, 
con su sola presencia física (cfr. Mc 8, 22-26). Otra actividad 
muy suya fue organizar comidas, comensalías donde se partía 
y se compartía el pan, al mismo tiempo que daba el pan de la 
palabra con parábolas, alegorías y ejemplos sencillos. 

Otra acción que lo definió fue el 

formar grupos diferentes de seguidores. 

Los apóstoles -mujeres y hombres-, que fundamentalmente