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Espiritualidad civil

Tercero. En esta espiritualidad, hay una sensación de “gratuidad”. 

No se tiene ese talante de Prometeo, de quien le roba el fuego 
a los dioses y se presenta desafiante, como benefactor de la 
humanidad… Se 

sabe dar “gracias a la vida”. Las realizaciones se 

experimentan como don y no sólo como conquista personal. 
Los logros son efecto de muchas manos, de muchos sueños 
comunes, donde más que exigir un “reconocimiento”, se crea 
en quien vive esta espiritualidad, una turbación discreta, un 
bochorno. Esta situación lleva al desprendimiento. No se es 
el dueño de los triunfos, de las ideas; lo generado es algo que 
uno no termina de explicarse. La frase del evangelio resuena 
acá: después de haber cumplido toda la tarea, lo que queda es 
exclamar: somos simplemente servidores, facilitadores, que 
hemos hecho lo que teníamos que hacer (cfr. Lc. 17: 10). Esta 
no apropiación de los logros, de las ideas, 

fomenta una austeridad 

en el uso de las cosas, de los medios. No nos pertenecen. Esta 
experiencia de sentirse llevado por algo que no es sólo propio, 
es lo típico de este rasgo. Son talentos recibidos, encargados, 
que hay que hacerlos crecer. Un ejemplo de este rasgo fue la 
vida testimonial de Monseñor Romero.

Cuarto. Esta espiritualidad se afinca en “honestidad fundamental” 

que aleja de sí toda traición y toda injusticia. Aleja de sí toda 
corrupción. Esta espiritualidad no se vende a nada ni a nadie, y 
ello se expresa en transparencia, en diafanidad que atrae. Esta 
honestidad se provoca, sobre todo, desde la 

“extraña autoridad 

desarmada” de quien no tiene poder y nos sale al encuentro y 
muestra su rostro que nos cuestiona -acorde a la ética de 
Lévinas-. Ese rostro que nos interpela desde su carencia de poder, 
y nos concita a hacer algo; nos apela a la vez, a vivir en frugalidad 
y austeridad, que son pilares de la honestidad. La persona es