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Eso significa que el testimonio cristiano solo es fehaciente
cuando lo da alguien con el mismo espíritu de Jesús, con el
espíritu de Jesús resucitado, y cuando la persona que escucha se
abre al mismo espíritu.
Es cierto que, como había dicho Jesús, creemos sin ver; pero no,
sin la experiencia de su espíritu. Hay, pues, una discontinuidad:
nosotros no vemos al resucitado, mejor dicho, el resucitado no
se deja ver; ya no hay apariciones. Eso es lo que quiere destacar
esa bienaventuranza que Jesús proclama para nosotros. Pero hay
también una continuidad de fondo: el espíritu entregado, que
forma parte de la Pascua, que no es, pues, una consecuencia de
la resurrección, sino que forma parte de ella. O, si se prefiere, la
Pascua, que es un acontecimiento unitario, tiene tres lenguajes
que enfatizan tres aspectos conectados: la resurrección, que
alude a la recreación de Jesús por parte del Padre con su misma
gloria; la exaltación, que indica la subida para sentarse a su
diestra, es decir, su condición de Señor de cielos y tierra; y el
envío del espíritu para proseguir su misión de hacer de este
mundo, que asesina a los enviados de Dios, el mundo fraterno
de las hijas e hijos de Dios.
Se da, pues, fe al testimonio, si el testigo está movido por
el mismo espíritu de Jesús y si el que escucha se abre a la
moción del espíritu. La fe en Jesús no se propaga en base a
operativos propagandísticos o a la compulsión de fanáticos
o fundamentalistas o entusiastas. De ese modo se provocan
adhesiones a un grupo y a su referente mítico; pero no fe, que
es un encuentro de libertades, de libertades liberadas y que, por
tanto, solo puede acontecer ante el testimonio razonable de un
testigo vivo de Jesús, es decir, animado por su mismo espíritu,
un espíritu, hemos venido insistiendo desde el comienzo, que