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la tortura y no metiera el dedo por el agujero de los clavos y la
mano por la hendidura del lanzazo en el costado. A la semana
se apareció de nuevo Jesús, les dio la paz y dirigiéndose a Tomás
le dijo que hiciera lo que había dicho para asegurarse de que
Dios lo había resucitado. Pero él, echándose a sus pies, confesó:
“Señor mío y Dios mío. Jesús le dijo: ‘has creído porque me has
visto. Dichosos los que, sin ver, crean’”.
Si, como hemos visto en la vida de Jesús, tanto en sus paisanos,
en los jefes, en los mismos discípulos, como en el dignatario
rico, cuesta tanto creer en él viendo lo que Jesús decía y hacía
¿cómo podremos creer sin verlo?
Es posible creer a las personas sin ver, ni conocer aquello de
lo que tratan. Eso es lo que hacemos normalmente: lo que
conocemos por nuestra propia experiencia es muchísimo menos
que aquello a lo que damos crédito por lo que nos dice gente que
consideramos fehaciente. Casi todo lo sabemos de este modo:
por la fe que damos a otros, a través de libros, de la televisión, de
internet, de lo que nos cuentan de viva voz. Sin creer a otros no
podríamos vivir. A unos creemos más, a otros menos, a unos les
creemos una cosa, a otros otra, damos más crédito o retiramos
nuestra confianza, pero siempre, en un grado variable, creemos.
Ahora bien, eso es creer a las personas, pero ¿se puede creer
en ellas sin una experiencia íntima a través de la cual se haya
comprobado que son fehacientes? ¿Puede creer un hijo en su
mamá, sin esa experiencia diaria en la que experimenta su amor
constante? ¿Puede creer un varón en una mujer hasta el punto de
hacerla su esposa, sin ese contacto íntimo prolongado? ¿Pueden
unas personas llegar a hacerse amigos del alma de manera que