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era la última palabra de Dios sobre Jesús y sobre su misión: en
él, el primogénito, toda la humanidad y toda la creación estaban
ya en la comunidad divina; en Jesús había comenzado el reino de
Dios que acabaría cuando, vencida ya la muerte, Jesús entregue
el reino al Padre y Dios sea todo en todos.
Las apariciones fueron encuentros de fe. Jesús, recreado por
Dios en su seno, con su misma gloria, con su mismo peso, con
su misma densidad de ser, no puede ser visto por ojos mortales
con una relación de sujeto a objeto; primero, porque Jesús no es
ya un ser de este mundo y no está, por tanto, en el horizonte de
lo visible, y, segundo, porque quien fuera capaz de verlo desde sí
mismo tendría que tener su mismo grado de ser. Por eso Jesús
se les dejó ver, es decir, los capacitó para que lo vieran. La fe
de Jesús en ellos, esa relación gratuita que había tenido siempre
con ellos, ahora, en su nuevo estadio de humanidad gloriosa,
capacitó a los discípulos para que se abrieran a él y él se les
mostrara a su fe.
Como se ve, hablar de un encuentro de fe no es hablar de algo
meramente interno, en el sentido de que sucede solo dentro
del propio individuo; es, por el contrario, referirse a la relación
propiamente interpersonal, ya que la relación de fe es la relación
estrictamente interpersonal: relacionarse desde la autorrevelación
del otro. Entre seres de este mundo, que habitamos en el mismo
horizonte, coexisten la relación de sujeto a objeto y la relación
de persona a persona, y la pregunta es cuál prevalece. En el caso
de las apariciones de Jesús resucitado, ya no se da la primera
posibilidad, porque Jesús está en Dios y no es ya un ser de este
mundo; por eso, solo cabe con él la relación de fe.