79

era la última palabra de Dios sobre Jesús y sobre su misión: en 
él, el primogénito, toda la humanidad y toda la creación estaban 
ya en la comunidad divina; en Jesús había comenzado el reino de 
Dios que acabaría cuando, vencida ya la muerte, Jesús entregue 
el reino al Padre y Dios sea todo en todos.

Las apariciones fueron encuentros de fe. Jesús, recreado por 
Dios en su seno, con su misma gloria, con su mismo peso, con 
su misma densidad de ser, no puede ser visto por ojos mortales 
con una relación de sujeto a objeto; primero, porque Jesús no es 
ya un ser de este mundo y no está, por tanto, en el horizonte de 
lo visible, y, segundo, porque quien fuera capaz de verlo desde sí 
mismo tendría que tener su mismo grado de ser. Por eso Jesús 
se les dejó ver, es decir, los capacitó para que lo vieran. La fe 
de Jesús en ellos, esa relación gratuita que había tenido siempre 
con ellos, ahora, en su nuevo estadio de humanidad gloriosa, 
capacitó a los discípulos para que se abrieran a él y él se les 
mostrara a su fe.
 
Como se ve, hablar de un encuentro de fe no es hablar de algo 
meramente interno, en el sentido de que sucede solo dentro 
del propio individuo; es, por el contrario, referirse a la relación 
propiamente interpersonal, ya que la relación de fe es la relación 
estrictamente interpersonal: relacionarse desde la autorrevelación 
del otro. Entre seres de este mundo, que habitamos en el mismo 
horizonte, coexisten la relación de sujeto a objeto y la relación 
de persona a persona, y la pregunta es cuál prevalece. En el caso 
de las apariciones de Jesús resucitado, ya no se da la primera 
posibilidad, porque Jesús está en Dios y no es ya un ser de este 
mundo; por eso, solo cabe con él la relación de fe.