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mujeres, en el Calvario; ellos no habían podido abrirse, como 
el centurión, a lo que su muerte había tenido de consumación. 
Para ellos era solo derrota y, como le había dicho Pedro a Jesús 
cuando les anunció su muerte, seguían pensando que Dios no 
podía permitirlo. Por eso estaban perplejos: seguros de que su 
vida había sido la del enviado definitivo de Dios y absolutamente 
escandalizados de su muerte.

Estando pasmados entre ambas evidencias que se anulaban 
mutuamente, llegó la noticia de las mujeres, que habían ido al 
sepulcro y lo habían encontrado abierto y lo habían visto vacío 
y aseguraban que un ángel les había dicho que había resucitado.
 
Ellos no es que no creían, como los saduceos, en la resurrección 
de los muertos, sino que no se lo habían planteado porque no 
entraba en su horizonte. Era una de las cosas en las que se había 
estrellado la proclama de Jesús. Ahora, que les era proclamado 
por las mujeres, referido al crucificado, no sabían qué pensar. 
No podían decir sí o no porque no podían pensarlo.

En esto, el propio Jesús se les dejó ver lleno de la gloria de Dios. 
Al verlo con sus llagas, al ver que era, sin duda, el crucificado, 
pero vivo y trasformado, penetrado por la gloria de Dios, se 
llenaron de alegría. Ya estaba resuelto el 

impasse: la cruz había 

sido la culminación de la misión y la consumación de la persona 
de Jesús. Dios no lo había salvado de morir sino de la muerte, 
del seno de la muerte, ya que, si lo hubiera salvado de morir, 
no lo habría salvado sino que le habría dado una tregua, o, si le 
hubiera arrebatado del mundo a su seno, lo habría salvado de los 
seres humanos, de ellos, y ni Jesús, ni su padre, querían a Jesús 
solo, sino como primogénito de los hermanos. La resurrección