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como hemos insistido, los apóstoles no se van, no pueden ni
quieren irse. Con Jesús se sienten constantemente desubicados,
perplejos, “retados”; pero también se sienten acogidos de una
manera absoluta, gratuita y, por tanto, acogidos tal como son.
Se sienten llevados a dar lo mejor de sí. Y, sobre todo, sienten
que el incomprensible Jesús es una referencia indispensable
para sus vidas y sus personas. Saben que no pueden vivir sin la
humanidad que brota de él.
Sin que sean capaces de verbalizarlo así, experimentan que
con Jesús viven ya la vida eterna. La viven, aun en medio de
todos los desencuentros, porque esa vida trascurre a un nivel
infinitamente más hondo, al nivel que instaura su aceptación
absoluta: la fe de Jesús en ellos, trasunto de la de Dios. Por eso
también ellos responden con fe; no, fe en sus palabras, pero sí,
en lo absoluto de su persona.
Esa fe se quebrará cuando al arrestar al maestro, lo dejen solo,
en manos de sus enemigos. Pero, ni aun entonces desaparece su
fe. Por eso, cuando ya había pasado todo, cuando su maestro
aparecía ante todos, y en primer lugar ante ellos, como un Mesías
fracasado, ellos, a pesar de su miedo, se vuelven a reunir. Es que,
aunque su maestro sea ya un difunto y, por tanto, no puedan
tener ya más relaciones con él, ellos, incomprensiblemente, se
siguen considerando los suyos. Más aún, al repasar una y otra
vez su vida, le van dando la razón a Jesús: imperceptiblemente
se van pasando a su perspectiva, van haciendo caso a su mensaje.
Están absolutamente convencidos de que por él había pasado el
Dios de Israel, trayendo la salvación. Pero entonces chocaban
con la evidencia de su derrota. Ellos no habían estado, como las