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de acuerdo en torno al mesianismo, sí perciben que su persona 
es la vida de su vida y que por eso sería una locura separarse 
de él. Su permanencia mostrenca, sin motivos verbalizables, 
es la prueba más fehaciente de la hondura de su fe. Pero es 
una fe, que al carecer de mediaciones, porque en ellas estriba el 
desacuerdo, no puede confesarse, y cuando, como en el caso de 
Pedro, intenta la confesión, cae en el equívoco y por eso Jesús 
les impone silencio.

Ambos grupos tienen pretensiones propias sobre la salvación, 
en el caso de las autoridades, sobre la salvación y sobre Jesús, 
en el caso de los discípulos; y ninguno de los dos grupos está 
dispuesto a relativizarlas para abrirse a las de Jesús, más aún, a 
abandonarlas, para pasarse a las que él propone y de las que es 
personalmente portador.

En cambio, el centurión, como romano, vive completamente 
ajeno a la religión judía; aunque, como en el caso de ellos, 
también tiene su ideología, que es el carácter benéfico del 
imperialismo romano, una ideología que lo llevaba a presuponer 
que, en principio, un condenado por las autoridades romanas 
era culpable y merecía la condena. Lo que lo diferenció 
de ambos grupos, es que se abrió a lo que daba de sí el 
acontecimiento concreto de la crucifixión de Jesús. El contraste 
con todo lo que él había visto hasta entonces en ese trance, 
despierta su curiosidad y luego su admiración y, finalmente, el 
sobrecogimiento, reacciones, ambas, propias del que se abre 
a la teofanía. El centurión dio lugar a la experiencia, y le dio 
lugar tan plenamente que desmintió, en este caso, a la ideología 
subyacente. La confesión es el fruto de entregarse con apertura 
total a la experiencia, es decir, recalquémoslo, a la relación de fe.