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Consideraremos solo dos casos que nos parecen los más 
representativos: el de las autoridades y el de los discípulos. Las 
autoridades, ya hemos tocado el punto, no se abrieron porque 
han absolutizado las mediaciones que representan y de ese modo 
se han absolutizado a sí mismos y, por tanto, han relativizado la 
relación con Dios, que es el absoluto, que el templo o la ley 
intentan mediar; han relativizado, pues, a las personas, tanto a 
Dios, como a los creyentes y a los demás seres humanos. Si, 
para ellos, lo absoluto son mediaciones objetivadas, no pueden 
reconocer al mediador personal, que es Jesús. Si ya todo está 
estatuido, no pueden reconocer la manifestación actual de Dios.

El caso de los discípulos, sobre todo los apóstoles, es más 
complejo. Coinciden con las autoridades en que tienen su 
versión sobre la manifestación definitiva de Dios y no están 
dispuestos a pasarse a la que Jesús propone. No le creen a él, 
no creen en su proyecto. Por eso, cuando les previene que iba 
a caer en manos de las autoridades, Pedro le replica que no le 
va a suceder eso, porque Dios no lo puede permitir. Hasta el 
fin, en la representación de Lucas, hasta el día de la Ascensión, 
siguen aguardando la restauración de la soberanía de Israel. Y, 
sin embargo, ni Jesús los echa, ni ellos se van. Jesús no los echa 
porque él ha venido solo a salvar y tiene una paciencia infinita. 
Pero ellos, ¿por qué no se van, como se fueron muchos otros 
cuando les dijo que él no iba a ser el que trajera la salvación, 
sino que él en persona era la salvación? Ellos no lo sabrían decir, 
pero el caso es que todas las desavenencias, toda la incomodidad 
que crea en ellos incesantemente la palabra de Jesús, no los 
impulsa a alejarse de él. Se mantienen con él porque, aunque 
no lo puedan verbalizar así, de hecho, para ellos, Jesús es más 
que el Mesías, absolutamente más. Por eso, aunque no están