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personal, y, por eso, tiene el coraje, la libertad, realmente inaudita,
de confesar que es un ser sagrado y de considerarlo del mundo
de lo divino, precisamente por su desmedida humanidad.
Esta confesión de fe es imprescindible en el evangelio de nuestro
Señor Jesucristo. Ante todo, porque Jesús murió pidiendo
perdón por ellos y esta confesión es el fruto más eximio de la
fecundidad de ese perdón; también, porque Dios no quiere la
muerte del pecador sino que se convierta y viva; y, finalmente,
porque son necesarios funcionarios como el centurión que
lleguen a confesar a Jesús, lo que implica desmarcarse de su
estatus y, al confesar la justicia del reo (Lc. 23, 47), proclamar la
injusticia del orden que representa. Por eso, tiene pleno sentido
concluir estas escenas evangélicas sobre la fe en Jesús, con la
confesión de fe del centurión.
Quedan dos consideraciones, que estimamos muy pertinentes:
la primera es que si el que comandaba el piquete que lo ajustició
fue capaz de confesar su fe en Jesús, abriéndose a la gracia del
Crucificado, nadie puede considerarse indigno del don de la fe,
nadie puede verse desahuciado; todos tenemos oportunidad.
La segunda es una cuestión inquietante: ¿por qué en el evangelio
de Marcos el centurión fue el único que confesó el misterio de
su identidad? Esta pregunta no tiene una respuesta cabal: solo
Dios sabe qué pasó en cada caso; él solo conoce el juego de
su gracia y las libertades humanas. Pero, como la pregunta es
legítima, más aún, como encierra una enseñanza para nosotros,
es preciso buscar congruencias que expliquen, al menos hasta
cierto punto, lo que parece una anomalía.