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Pero es que, además, la comunidad en la que nació ese evangelio 
era una comunidad perseguida por los romanos, una comunidad 
con mártires, y, por tanto, que tenía experiencia muy cercana y 
dolorosa de torturas y torturadores. De lo terrible de ese trance 
y de cómo, incluso, era proclive para que los testigos flaquearan  
y apostataran. Para ellos, los torturadores eran lo más cercano a 
agentes de Satanás. En estas condiciones ¿no tenía que resultar 
revulsivo, casi inasimilable, que el único que lo haya proclamado 
hijo de Dios en vida haya sido el centurión que comandaba el 
piquete que lo ajustició?

Cuesta mirar de frente a la escena porque, si la tortura viola, 
en todo caso, los derechos humanos más elementales, si, en 
todo caso, es inhumana, si deshumaniza, por tanto, a los que la 
mandan y la ejecutan, no es fácil comprender ni aceptar que un 
torturador, y no un torturador cualquiera, sino el que torturó a 
Jesús, lo haya confesado como hijo de Dios.

Podemos alegar que como él no lo condenó a muerte ni lo 
torturó, podía mantener una cierta distancia, imparcialidad, e 
indiferencia. Podía argüir que él solo obedecía órdenes y que 
no tenía por qué averiguar la justicia o injusticia de la causa. 
Eso alegan a lo largo de la historia muchos policías y militares; 
eso alegaron, por ejemplo, en el juicio de Nüremberg y en los 
regímenes latinoamericanos de la seguridad nacional. Pero a 
todos se les arguyó que uno no puede abdicar en ningún caso su 
responsabilidad personal.
 
Pero, para que no nos lavemos las manos, hay que poner en claro 
que el caso de los torturadores no es un caso excepcional, sino 
el caso extremo de una actitud muy difusa, indispensable para