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lo que, según su experiencia, viven los crucificados. Pero en este 
caso observa que no ocurre nada de eso. Por eso lo invade el 
asombro.
 
Al seguir observando, ya con creciente interés, ve que Jesús vive 
la tortura no reactivamente, ya que cualquiera de las posibilidades 
consabidas son reacciones, digamos, instintivas, sino que la 
vive con señorío de sí. Percibe que sufre intensamente y que 
reacciona ante el dolor físico. Percibe, más aún, que soporta 
dolores más íntimos que los de la tortura, percibe en él una 
especie de desolación de fondo; pero pareciera que los dolores, 
lejos de deshumanizarlo, lo estimulan a que saque fuerzas de 
flaqueza, lo llevan a aquilatar su humanidad. Por eso, cuando 
expira, concluye que vivir ese trance como lo vivió ese hombre, 
que morir así, tan humanamente, es superior a las posibilidades 
de un crucificado. Y confiesa que ese hombre era hijo de 
Dios. En esa situación tan extrema, que casi determina la 
deshumanización, lo vio sufrir la tortura con una libertad tan 
soberana, lo vio morir de un modo tan humano, tan humano, 
como solo un hijo de Dios podía morir. Su profesión de fe fue 
que Jesús excedía a los demás seres humanos en humanidad. En 
eso vio el centurión su trascendencia.

En lo primero en que queremos reparar, es en lo escandaloso 
que tenía que sonar a la comunidad de Marcos que, siendo un 
evangelio programático, es decir, que está escrito para mostrar, 
para probar, que Jesús es el hijo de Dios, como dice su primer 
versículo (“comienza el evangelio de Jesucristo, el hijo de 
Dios”), el único ser humano que lo proclama hijo de Dios en 
vida sea el que comandó el pelotón de la tortura en la que murió. 
En todo caso, eso es tan paradójico que raya en el sarcasmo.