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expulsan por recalcitrante. El hombre va al templo a dar gracias 
a Dios y allí lo encuentra Jesús, que le pide que crea en el Hijo 
del Hombre. El exciego, que lo ha reconocido por la voz, le dice 
que le diga quién es para creer en él, porque como él cree en 
Jesús, también creerá en el que él le diga. Jesús le dice que es él 
mismo y el hombre confiesa su fe.

El problema de fondo de este pasaje, que dramatiza vívidamente 
el proceso vivido por la comunidad del discípulo amado, que ha 
sido expulsada de la sinagoga por confesar a Jesús, es si vivo y 
actúo desde la ideología, que conduce a profesión de doctrinas 
y a la práctica de ritos y conductas, o desde la experiencia, que 
lleva a la relación de fe y de ahí a actuar como un verdadero 
sujeto, consciente y con libertad liberada, actitud que lleva al 
testimonio. Los maestros de la ley y los fariseos viven desde 
una voluntad de Dios absolutamente objetivada, desde una ley 
hipostasiada. Dios actuó en el pasado y el fruto de esa actuación, 
es la institucionalidad religiosa vigente. Desde ese horizonte 
establecido todo está prefijado. Lo único que se necesita es 
voluntad para actuarlo.

Ese horizonte sacraliza la desigualdad: el que tiene desventajas, 
por ejemplo, porque nació ciego, es porque Dios lo ha castigado: 
nació en pecado. Consiguientemente, el que tiene salud y 
bienes es porque Dios lo ha bendecido. El que está arriba ve 
convalidado su estatus por Dios y el que está abajo también 
debe aceptar que Dios quiere que viva así.

Jesús no comparte este modo de razonar, esta lógica. Para él su 
padre materno es el Dios de la vida y quiere el bien de todos. 
Él no ha intervenido en las desgracias. Él quiere intervenir para 
superarlas. Es lo que hace Jesús como hijo suyo.