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13. El ciego de nacimiento curado por Jesús, se convierte 

en testigo fehaciente (Jn. 9, 1-38)

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Al pasar Jesús y sus discípulos ven a un ciego de nacimiento, 
conocido de todos porque se solía sentar delante de la puerta 
hermosa del templo para pedir limosna. Para los discípulos 
solo es objeto de curiosidad: “¿Quién pecó para que naciera 
ciego? ¿Él o sus padres?” Para ellos era obvio que si era ciego 
era porque Dios lo había castigado. El problema para ellos era 
quién mereció ese castigo. Como se ve, la noción de Dios que 
subyace es el Dios retributor: premia a los buenos y castiga a los 
malos. Como no es fácil ver la causa, es decir, el estado interno 
de la persona, se deduce por el efecto. Si a uno todo le sale bien, 
se deduce que es bueno; si le sale mal, es que ha hecho mal. 
Para Jesús, en cambio, dejarse llevar por esa lógica es profanar 
el nombre de Dios. Para él Dios solo hace bien; por eso, no ha 
intervenido en su ceguera; pero va a intervenir para que vea: al 
darle vida se va a manifestar su gloria.

Por eso, hace barro con la saliva y se la aplica a los ojos del ciego, 
pidiéndole que vaya a lavarse a la alberca de Siloé, que, dice 
significativamente el evangelista, quiere decir enviado. El ciego, 
que, como tal, tiene afinado el oído, ya que tiene que ejercitarlo 
en vez de la vista, y ha oído la conversa, se abre, agradecido y 
gozoso, a la mentalidad de Jesús, cree en sus palabras y por eso 
deja que le ponga el emplasto y va resuelto a lavarse a Siloé. 
El hombre no solo ha creído las palabras de Jesús sino que 
ha creído en él como un hombre con la mentalidad de Dios y 
enviado por él para revelarlo haciendo el bien.

13 Mateos-Barreto, oc, 431-456; Léon-Dufour, oc, II, 258-280; Barret, oc, 534-555; 

Brown, oc, 612-628; Tilborg, oc, 184-193.