59
de su hijo para que mediante él, echar para siempre la suerte con
la humanidad. Al ligar su suerte a la de la humanidad, la suerte
de la humanidad era la misma de Dios: el amor como fuente de
vida filial y fraterna. Ésa era la salvación de Dios, la que ofrecía
a todos y, en primer lugar, al pueblo de Dios, representado por
las instituciones santas de la Ley y el Templo y sus personeros.
Pero ellos no habían conocido esa paz, porque no se habían
querido abrir a su enviado. Y no se habían abierto porque se
habían absolutizado a sí mismos, al absolutizar las instituciones
que representaban.
Al absolutizar los ritos del templo y el cumplimiento de la ley,
la relación personal en que consiste la relación de fe, había sido
sustituida por la práctica de las mediaciones ritualizadas. Pero
este desplazamiento estaba oculto a sus ojos, porque se seguían
recitando las plegarias que expresaban esa relación. No se caía en
cuenta de que la recitación no era ya el vehículo de esa relación
personal absoluta por la que el creyente se pone realmente en
manos de su Dios, sino que se había reducido a condición de un
componente del rito o de la ley, que había que observar. Muchos
lo observarían con buena voluntad, pero sin que la primacía la
tuviera ya la relación actual, viva y abierta con el Dios siempre
trascendente.
Dicho de otra manera, el rito había perdido su carácter simbólico,
para convertirse en una ceremonia cosificada. El nivel simbólico
se alcanza cuando el rito es la celebración de la vida; es decir,
cuando la presupone, cuando antes del rito, se realiza el vivir
constantemente como hijo de Dios y por consiguiente como
hermano de los demás hijos de Dios, y cuando la ley queda
desbordada por el deseo sincero de hacer en cada momento