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de su hijo para que mediante él, echar para siempre la suerte con 
la humanidad. Al ligar su suerte a la de la humanidad, la suerte 
de la humanidad era la misma de Dios: el amor como fuente de 
vida filial y fraterna. Ésa era la salvación de Dios, la que ofrecía 
a todos y, en primer lugar, al pueblo de Dios, representado por 
las instituciones santas de la Ley y el Templo y sus personeros. 
Pero ellos no habían conocido esa paz, porque no se habían 
querido abrir a su enviado. Y no se habían abierto porque se 
habían absolutizado a sí mismos, al absolutizar las instituciones 
que representaban.

Al absolutizar los ritos del templo y el cumplimiento de la ley, 
la relación personal en que consiste la relación de fe, había sido 
sustituida por la práctica de las mediaciones ritualizadas. Pero 
este desplazamiento estaba oculto a sus ojos, porque se seguían 
recitando las plegarias que expresaban esa relación. No se caía en 
cuenta de que la recitación no era ya el vehículo de esa relación 
personal absoluta por la que el creyente se pone realmente en 
manos de su Dios, sino que se había reducido a condición de un 
componente del rito o de la ley, que había que observar. Muchos 
lo observarían con buena voluntad, pero sin que la primacía la 
tuviera ya la relación actual, viva y abierta con el Dios siempre 
trascendente. 

Dicho de otra manera, el rito había perdido su carácter simbólico, 
para convertirse en una ceremonia cosificada. El nivel simbólico 
se alcanza cuando el rito es la celebración de la vida; es decir, 
cuando la presupone, cuando antes del rito, se realiza el vivir 
constantemente como hijo de Dios y por consiguiente como 
hermano de los demás hijos de Dios, y cuando la ley queda 
desbordada por el deseo sincero de hacer en cada momento