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Por eso, las autoridades se hicieron a un lado para que pasara 
Jesús y los suyos. No se atrevieron a pedir explicaciones y, 
menos, a desautorizar; pero no lo recibieron. Por eso, Jesús se 
dirigió al templo, inspeccionó todo y se retiró con los peregrinos 
a pasar la noche fuera de la ciudad.

Jesús se quedó con una sensación agridulce. Por una parte, 
sentía contento de que esos sencillos, tenidos por los sabios 
y entendidos como insignificantes, a quienes el Padre había 
revelado el misterio del reinado que Jesús hacía presente, habían 
estado a la altura y habían dado testimonio en la ciudad santa 
de lo que habían visto y oído en Galilea. La fe de ese pueblo 
sencillo lo confortaba. Era el pueblo que él se había encontrado 
contra el suelo de tanta carga y desesperanzado, y a quien él 
había liberado la mente y puesto en pie y movilizado. Ahora 
esa su gente le retribuía dando la cara por él y, según Lucas 
y verosímilmente, lo acompañaría hasta el Calvario, de donde 
regresó dándose golpes de pecho de dolor, rabia y protesta, 
como siguen haciendo los semitas, y no de arrepentimiento, 
como hacemos los occidentales. Jesús no estaba solo, su misión 
había sido fecunda. 

Pero los representantes legítimos de la religión revelada no 
habían creído en él. Los personeros de las instituciones tenidas 
como los cauces oficiales de la voluntad de Dios, no lo habían 
recibido. Y ellos, y no el pueblo llano, eran los que decidían.

Por eso lloró ante Jerusalén. Como había anunciado la legión 
desarmada de ángeles en su nacimiento, él venía a traer la paz de 
Dios como alternativa a la 

pax romana, impuesta por las legiones. 

La paz perpetua que nos concedía Dios, consistía en la entrega