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acostumbraban a escenificar los reyes y generales victoriosos; en 
esta no hay lujo, ni armas, ni botín; pero les supera en adhesión 
espontánea, en reconocimiento sincero y desde el fondo del 
corazón y, sobre todo, en trascendencia. 

Los peregrinos galileos, que siempre habían entrado a la ciudad 
para que el templo los pusiera a valer, traen ahora en medio de 
ellos a quien va a poner a valer al templo: traen al templo vivo 
de Dios. No lo conceptualizaban así, pero eso era lo que sentían, 
y sabían que su sentir era certero por todo lo que habían visto 
y oído, por lo que habían convivido con él en su tierra. Jesús 
era para ellos, sin sombra de duda, la presencia viva de Dios. 
Por eso, dándole un sentido pleno, desconocido hasta entonces, 
al canto de los peregrinos, coreaban: “¡Bendito el que viene en 
nombre del Señor!”.

Esa entrada triunfal de los peregrinos galileos a Jerusalén 
vitoreando a Jesús, era una imponente manifestación de fe. 
Ellos reconocían en Jesús al enviado actual y vivo de Dios, 
precisamente en la ciudad donde residían las instituciones 
que mediaban la presencia de Dios y, que de hecho, según sus 
personeros, hacían innecesaria la presencia de ningún emisario 
suyo. Dios estaba presente en los ritos del templo y en la ley 
¿para qué necesitaban más? No solo no lo necesitaban, sino 
que, si venía de fuera, podía oscurecer esa mediación objetiva, 
autentificada por la tradición y, por tanto, fuente segura de 
acceso a Dios. ¿Qué podía significar para la ciudad santa “Jesús, 
el profeta de Nazaret de Galilea”, como proclamaban, orgullosos 
y desafiantes, los peregrinos a quienes les preguntaban por el 
motivo de esa algarada?