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camino para que lo curara. Por eso se puso a gritar: “¡Jesús,
hijo de David, ten misericordia de mí!”. Los de la comitiva,
pensaron que esos gritos tan persistentes afeaban ese momento
tan lúcido y le decían que se callara la boca. Pero él lejos de
hacerles caso, gritaba más fuerte. Al fin Jesús lo oyó, se paró y
pidió que se lo trajeran. Los que le insistían que se callara, al ver
que lo llamaba Jesús, es decir, que ya formaba parte de lo que
ellos consideraban como el espectáculo, lo animaron diciéndole
que lo llamaba el maestro. Él, de la emoción, dejó el manto,
pegó un salto y se dirigió hacia él. Cuando Jesús lo tuvo delante,
le preguntó qué quería. Él le contestó que quería recobrar la
vista. Jesús le respondió: “‘Vete, tu fe te ha salvado’. Al instante
recobró la vista y lo seguía por el camino”.
El ciego se queda completamente fuera de sí de la emoción de
tener a Jesús a su disposición. Que Jesús, ese hombre de Dios, le
pregunte qué quería que hiciera por él, fue para él como si se lo
preguntara Dios mismo. Se sintió tan dignificado de que le diera
a él ese momento de su vida, de que se abriera a lo que él le iba
a decir; le pareció tan increíble esa relación de fe de Jesús con
él, es decir, que no procediera como a él le parecía, sino que le
preguntara qué quería, para ponerse a su disposición, que sintió
que ya su vida tenía sentido y rumbo cierto.
Si Jesús se había entregado a él y su acción en él había traído
la luz a su existencia, no solo la luz a sus ojos sino, sobre todo,
a su corazón, él también quería entregarse a Jesús y caminar a
su luz. Por eso, no usó los ojos para seguir su propio camino
sino para seguir a Jesús. Lo siguió ciertamente por el camino
hacia Jerusalén, pero lo siguió en el fondo por el camino, porque