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personalmente a ella. Así creyó el leproso samaritano. No creyó
simplemente que Jesús tenía un poder y lo quería ejercitar con
él, sino que era una persona que quería de corazón su bien, que
lo quería tanto, que su amor tuvo poder para sanarlo. En este
segundo caso, el poder no es una cualidad excepcional de su
naturaleza, sino que brota de la única fuente de su amor, que
es la fuente más personal, en el fondo, del amor fontal en que
Dios consiste.
Por eso regresa: porque también él quiere corresponder
personalmente a tanto amor. Para él, el que se haya fijado en él, el
que haya querido curarlo, es más precioso todavía que la propia
salud, que ya es decir, en el caso del leproso, el discriminado
absoluto. Precisamente por estar completamente discriminado,
excluido, ha podido captar en todo su valor, esa discriminación
positiva de Jesús hacia su persona, esa inclusión de su persona
de leproso en su vida, de enviado de Dios.
Por eso, los otros quedan simplemente sanados, pero el
samaritano queda salvado. Jesús hace a los primeros el beneficio
de su salud corporal, que era lo que le habían pedido, con
todo lo que conllevaba de reintegración a la sociedad y, más
específicamente, al pueblo de Dios, a su presencia en la sinagoga
y el templo. Pero no hay un avance en humanidad cualitativa,
más bien hay un retroceso por preferir el uso inmediato de su
vitalidad recobrada a la relación personal con Jesús y con Dios.
El samaritano queda dignificado por su respuesta personal al
acto personal de Jesús, que hace de él el mayor elogio: “es tu fe
la que te ha salvado”. Él es sin duda, quien suscita esa fe, pero la
fe es la respuesta proporcionada a la acción de Jesús: ambas se
dan en el mismo plano.