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siendo judíos; y luego, pidió al samaritano que se pusiera en pie 
porque su fe lo había salvado.

Aparecen en este episodio dos tipos o grados de fe, que, siendo 
ambos fe, son cualitativamente distintos, de manera que solo el 
segundo puede llamarse fe, en el sentido estricto de la fe que 
ha venido a suscitar Jesús, una fe “absolutamente absoluta”. 
Los nueve leprosos judíos creen a su palabra, que, como hemos 
visto, no es poca cosa; es tan grande que logra la sanción de la 
lepra. Pero ese tipo de fe no es una fe estrictamente personal, ya 
que no creen propiamente en él sino que se limitan a creer en el 
poder de su palabra. El samaritano, en cambio, cree en él, por 
eso, porque la relación, llena de misericordia, que Jesús ha tenido 
con él le importa más que su sanación, regresa a agradecerle. 
Por eso, ellos se sanan y él, además, se salva.

El tema más visible de este pasaje es el del agradecimiento; pero 
el tema de fondo, como su sustrato, el de la diferencia entre “la 
fe como creer a una persona y fe como creer en una persona”. 

Creer a una persona es creer que lo que dice es verdad porque 
sabe lo que dice y dice verdad (así es como creen los niñitos a 
sus maestros), o, más a fondo, porque su palabra es eficaz por 
la virtualidad o poder que posee esa persona (así se cree a un 
gobernante capaz y probo o a alguien que promete algo y puede 
y quiere cumplirlo). De ese modo creyeron los leprosos a Jesús: 
creyeron que su palabra tenía poder para sanarlos.
 
Creer en una persona es entablar con ella una relación personal, 
basados en lo que ella nos revela de sí misma. Esa relación 
personal, puede ir ganando en confianza, hasta llegar a entregarse