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indica que todavía no los ha dejado por imposibles: todavía no ha 
llegado el momento de no soportarlos más. Por eso, cambiando 
completamente de tono, pide que le traigan al niño porque se va 
a hacer cargo de él.

Al niño le da un tremendo ataque. Jesús, para que el padre asuma 
el problema de su hijo, le pregunta que desde cuándo le pasa. 
El padre, transido de dolor, le da cuenta y acaba implorándole 
lleno de desespero: “Si puedes algo, ten piedad de nosotros y 
ayúdanos”. Ya el padre ha asumido el problema de su hijo y 
lo ve tan sin remedio humano, que apela a la misericordia de 
Jesús, si es que tiene poder contra un mal tan fuera de control. 
El padre apela al poder de Jesús y Jesús lo remite al poder de la 
fe: “¿Cómo si puedes? Todo es posible al que cree”. Entonces 
el padre comprende que Jesús nada tiene que ver con un poder 
desnudo, porque tampoco Dios tiene que ver con ese tipo de 
poder; que se trata de una relación interpersonal, que se trata de 
la fe en el poder creador y recreador del amor, de Dios amor, de 
Jesús, que hace presente ese amor y del que crea en ese amor y, 
más aún, del que se entregue a que acontezca por medio de él. 
El padre ha comprendido por fin de qué se trata. Pero no logra 
tener tanta fe como para que su hijo se cure; por eso grita lleno 
de angustia con gran patetismo: “Creo, socorre mi poca fe”. 
Ahora sí se da una relación de fe y, por eso, el padre apela, no 
ya a un poder desnudo que poseyera Jesús, sino a su fe para que 
supla lo que le falta a la suya. Entonces Jesús curó al muchacho.

El padre del epiléptico pasa de la no fe, ya que tiene a Jesús por 
alguien dotado de poderes, con unos ayudantes que no dan la 
talla, a la “pocafe” que logra acarrear en sí cuando Jesús lo lleva 
a implicarse personalmente en el problema de su hijo. Al ver