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les da sus ojos para que vean a su Hijo como él lo ve, y ellos, en 
vez de reconocer la gloria de su camino, le proponen quedarse 
allí. Como el Padre ve que tampoco quieren interpretar lo que 
están viendo, los cubre con la densidad de su presencia y les dice 
que Jesús es su Hijo, que lo escuchen. Pero ellos, mientras bajan, 
solo atinan a decirle que si antes del fin no tiene que venir Elías 
a ponerlo todo en orden, matando, se entiende, como lo hizo 
en vida, a los opositores a la alianza. Jesús está por los suelos al 
ver que ni él, ni su Padre, han podido sacarlos de su proyecto de 
imponerse a la fuerza sobre los invasores romanos y los judíos 
colaboracionistas.

Cuando van llegando donde están los demás, ve que están 
discutiendo con uno, que se adelanta donde Jesús y le dice 
que se busque otros ayudantes porque los que tiene no sirven, 
porque les ha traído a su hijo para que le saquen el demonio y 
no han sido capaces. Para ese padre, como se ve, Jesús es un 
mago de feria que hace conjuros, que no ha sabido trasmitir a 
sus discípulos.
 
Es la gota que rebosa el vaso. Jesús pierde los estribos y grita 
algo que nunca había dicho y no volverá a repetir: “¡Generación 
incrédula y pervertida! ¿Hasta cuándo tendré que estar con 
ustedes? ¿Hasta cuándo tendré que soportarlos?”. Jesús, por 
un momento, pierde la fe en sus contemporáneos, empezando 
por sus discípulos. Su entrega incondicional a todos no ha sido 
aceptada porque ni siquiera ha sido comprendida. Jesús siente 
en ellos una resistencia cerril a su camino, a su propuesta, a su 
persona. Cada uno quiere que Jesús se elija a sí mismo como 
cada uno lo concibe. Jesús no puede más. Y saca afuera su 
decepción y su dolor. Pero el que lo exprese y no se lo guarde,