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Sus paisanos se abren a la proclamación que la mujer hace
de Jesús, y lo hacen porque se abren a la evidencia de su
trasformación humanizadora. La ven, ciertamente, como una
mujer nueva, como toda una señora: con señorío de sí, que es
el mayor señorío. Les parece tan increíble esa trasformación
superadora, de la que no la creían capaz, que salen con gran
interés a conocer a quien la provocó. La provocó con su relación
de fe; pero, no lo olvidemos, una relación correspondida por
ella. Un proceso ascendente de creer en un ser humano que
entablaba con ella una respectividad positiva, a creer en alguien
que se pretendía capaz de concederle la libertad interior respecto
de las necesidades experimentadas, a creer en un profeta que leía
su vida para rehabilitarla, a creer en el portador definitivo del
Espíritu de Dios, que tenía el poder de comunicarlo.
La prueba de que su fe, suscitada por Jesús a través de ese
proceso abierto, la había salvado, en el sentido de rehabilitado,
humanizado y plenificado, fue que no se ensimismó para gozar
de ese estadio humano tan cualitativo, desconocido por ella hasta
entonces, sino que se dirigió a los suyos, reconocidos, por fin,
como tales, para comunicarles el secreto que había trasfigurado
su vida y que se lo comunicó fehacientemente, de modo que sus
paisanos creyeron en ella.
Jesús se quedó tres días con ellos, entablando la misma relación,
el mismo proceso de fe, que había tenido con la mujer, de tal
manera que, al irse Jesús, le dijeron a ella: “Ya no creemos por lo
que nos has contado, pues nosotros mismos lo hemos escuchado
y sabemos que ese es realmente el salvador del mundo”. Pasaron
de creer a la mujer y creer en alguna medida en ella y en Jesús, a
causa de la trasformación tan positiva que observaron en ella y
que ella atribuía a Jesús, a relacionarse en fe con el mismo Jesús,