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momento. Por eso, la que se extraña de que Jesús le pidiera,
acaba pidiéndole a él. Él propone entregar ese don, no a ella sola
sino a toda su familia. Ella aunque le mortifique íntimamente
tener que confesar a ese hombre tan estimable que no tiene
marido, se lo dice porque, de todos modos, prefiere mantener
ese tono de fe mutua en que va trascurriendo el encuentro.
Jesús alaba su capacidad de verdad: su entereza. Y completa la
información de la mujer. La mujer, ante la clarividencia de Jesús,
llega a creer en él como un profeta y le propone el contencioso
con los judíos relativo a cuál es el templo legítimo. Jesús le dice
que ese contencioso está siendo superado porque Dios, que es
espíritu, no quiere que se le adore en un templo material, sino
en espíritu y verdad. Como se ve, Jesús tiene tanta fe en ella
que le revela la llegada de los tiempos mesiánicos, cuando, al
ser derramado el espíritu sobre los adoradores en espíritu y en
verdad, ya habrán sido sobrepasados los templos. Ella, que se
siente sobrepasada por la revelación de Jesús, le remite al tiempo
del Mesías. Entonces Jesús, culminando su autorrevelación, su
relación de fe, le confiesa que él es el Mesías.
Entonces, aprovechando la llegada de los discípulos, la mujer,
que ha creído en Jesús, que se ha entregado a él, sale, llena de
su espíritu, a comunicar a sus paisanos la buena nueva de la
presencia en el pozo de Jacob del que ha causado en ella ese
encuentro transformador. Se lo dice del modo más asequible
para ellos, aunque sea el más doloroso para ella: un hombre
que me ha dicho todo lo que yo he hecho. Por eso, les añade,
convidándolos a salir a encontrarse también con él: “¿Será el
Mesías?”. Ella sabe que sí lo es; pero lo proclama de ese modo
abierto para darles ocasión a ellos de que lo comprueben por
sí mismos. Por primera vez en muchos años, quién sabe si por
primera vez en su vida, ella ha tenido fe en ellos.