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todo lo que ha hecho. La que no quería hablar con nadie, la que
vivía avergonzada y era despreciada, va proclamando que le han
dicho lo que es su vergüenza. Lo proclama con tal prestancia,
sus paisanos ven tal trasformación en esa mujer, la ven tan
dueña de sí, con “una libertad tan liberada”, con tal plenitud
humana (tan saciada su sed), que están dispuestos a creerla en
su indicación de si será el Mesías, y salen al encuentro de Jesús.
Un encuentro realmente trasformador. En verdad que Jesús es
el salvador del mundo.
El mesianismo de Jesús no consiste, como esperaban tantos
y, entre ellos los discípulos, en liberar al pueblo de Dios de la
dominación de los romanos y de los judíos colaboracionistas
con la fuerza invencible y justa del espíritu, sino en vivir esa
libertad propia del espíritu y entregarla: es la libertad inherente
al amor, que llega hasta la verdad y hace verdaderos, que crea
la vida y la recrea en su condición de humana, con esa calidad
que vence a la muerte porque supera la sujeción a la necesidad,
una libertad. Sin embargo, que se ejerce desde la condición de
seres de necesidades y así, desde esa debilidad, revela y ejerce
esa fuerza. La que Jesús dio a la mujer, que no pudo ir a buscar
a su marido porque no lo tenía. La que percibieron sus vecinos,
llenos de admiración, cuando ella, colmada, quiso hacerlos
partícipes de su alegría. La que la hizo tan creíble que acudieron
donde Jesús.
Como se ve, de entrada, Jesús cree en la mujer y, por eso, se
expone ante ella, tanto a su rechazo en la petición que le hace,
como ofreciéndole, desarmado e incondicional, su propio
don. La mujer se abre en fe a ese trato, tan heterogéneo al
trato interesado y despectivo, sin fe, que ha vivido hasta ese