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con la que prefiere el encuentro verdadero al quedar bien con 
una persona que se le revela como estimable, porque, le dice, 
has vivido con cinco hombres y aquel con el que vives tampoco 
es tu marido. Ella se queda impactada de la clarividencia de 
Jesús. No toma sus palabras como una acusación, sino como la 
capacidad del hombre de Dios de leer los corazones y las vidas. 

Y por eso, en parte para desviar la atención de su situación y 
en parte por reconocerlo como profeta (ya no como un judío), 
le plantea la disputa histórica de dónde adorar a Yahvéh, si 
en el Garizín, de ascendencia patriarcal o en Jerusalén, en el 
templo salomónico. Jesús, en un principio reafirma la tesis de 
la legitimidad de los judíos y, por tanto, de la ilegitimidad de los 
samaritanos; pero añade que ha llegado el tiempo en que Dios 
va a ser reconocido y adorado como Padre y la adoración no va 
a consistir en ritos, sino en dejarse llevar por el espíritu de hijos.

Ella, no convencida del todo, remite al tiempo del Mesías la 
clarificación y realización de esa adoración definitiva que 
propone Jesús. Jesús le declara que el Mesías que ella invoca es 
él mismo, el que habla con ella.

Es el momento en que llegan los discípulos, que, por supuesto, 
no entienden nada de lo que está pasando y se extrañan que su 
maestro hable con una mujer, porque piensan que un maestro 
que se respete, no habla de cosas serias con mujeres, porque 
ellas no son capaces de comprenderlas, ni tienen solidez para 
vivirlas.
 
La mujer deja el cántaro y regresa a la ciudad. Allí va pregonando 
a todos que se ha encontrado con un hombre que le ha dicho