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Jesús no se da por enterado de ese rechazo, o, por mejor decir,
responde, no siguiendo el juego, reactivamente, sino desde sí
mismo, y le dice que él le ha pedido lo que necesita y ella le
puede dar; y se lo ha pedido porque, si ella le pidiera a él lo que
él le puede dar, que es más valioso aún, porque es agua viva
como don de Dios, él se la daría. Él cree que ella puede proceder
con él, como él está dispuesto a proceder con ella.
La mujer se admira de ese tono, que deja atrás estereotipos,
que coloca el encuentro a un nivel en el que ella no es una
samaritana más, sino ella misma, y él tampoco es uno de tantos
judíos, sino esa persona única que habla con ella, entablando
una respectividad positiva y, digamos, incondicionada. Por eso
siente respeto por quien se dirige a ella, a lo mejor de ella, y lo
llama “señor” y le pregunta si es mayor que su padre Jacob, ya
que le puede dar agua viva, no agua empozada.
Jesús le responde que quien bebe del pozo, solo sacia la sed
momentáneamente, por lo que tiene que regresar siempre de
nuevo. En cambio, el agua que él ofrece forma dentro de la
persona un manantial que salta hasta la vida eterna. La mujer
no entiende muy bien las palabras de Jesús; pero le parece
sumamente deseable tener dentro de sí la posibilidad de saciarse
y le pide de esa agua.
Jesús, el sediento de agua, está aún más sediento de dar la
salvación definitiva del espíritu. Pero, en vez de darle el agua
que le ha ofrecido, le pide que llame a su marido y venga con él.
Ella, desarmada, pero a la vez decidida a no perder esa altura del
encuentro desde la verdad, le confiesa que no tiene marido. Jesús
le reconoce su sinceridad, su capacidad de exponerse, la libertad