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Por eso puede decir Jesús, que es su fe la que la ha salvado: su
fe en la misericordia incondicional de Dios. Este es el sentido
de la fe que salva. No salva una mera confesión doctrinaria,
por ejemplo, al kerigma: Jesús es el Señor; aunque se haga de
corazón. Salva esa relación personalísima, la que nos convierte
en personas, que consiste en creer en Jesús y a través de él
en Dios, en confiar en su misericordia, en acercarse a ellos
confiados, en ponerse en sus manos, confiando en su acogida.
Si realmente uno se ha puesto en sus manos, al ver su acogida, al
experimentar que no tienen asco de nosotros, ni nos desprecian,
ni nos apartan, sino que nos acogen realmente como una madre
llena de ternura, ¿cómo no vamos a estar agradecidos? ¿Cómo
no los vamos a amar? ¿cómo ese amor no nos va a dar fuerzas
para superar nuestro pecado? Y más profundamente, ¿cómo esa
cogida incondicional no nos va a dar una paz tan honda que nadie
nos puede quitar? La paz de estar en el corazón misericordioso
de Jesús y en las manos siempre abiertas de Dios, es la paz que
vence al mundo. Este es el sentido de la expresión: “la victoria
que vence al mundo es la fe”.
Ese es el sentido de la fe que salva. ¿Por qué, no pocas veces, no
es esa la práctica eclesiástica?