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Al irrespetarla, el que lo hace, también cae, se degrada, ya que
hace lo mismo que ella. Ella es una hija de Dios extraviada. En
esa caracterización, lo absoluto es, que es hija de Dios. En mi
relación con ella tengo que tener en cuenta su extravío, pero para
potenciar lo bueno que hay en ella, de manera que el extravío
ocupe cada vez menos espacio, hasta que pueda ser superado.
Sin embargo, si la repudio por su condición de extraviada, la
hundo más en su mal hasta hacerlo irremediable. Eso es lo que
hacían los fariseos y eso es lo que no podía hacer Jesús. Ellos lo
hacían porque no amaban a esa mujer y no la amaban porque no
la veían como una hija de Dios, necesitada de ayuda. Por verla
así, por amarla hasta tener fe en ella, actuó Jesús de ese modo.
Como se ve, en el pasaje se da un desencuentro y un encuentro.
El cumplimiento de los preceptos y los ritos de la religión, puede
servir para no entregarse personalmente a Dios ni a nadie. Es
decir, para no tener fe: relaciones personalizadoras. Por el
contrario, el reconocimiento de la necesidad de ser reconocido
por Dios y por el Hijo de Dios, y la fe en que ellos pueden
reconocer a la persona, a pesar de su condición de pecadora,
puede ser la palanca que saque de sí y lleve a un encuentro
definitivo.
En esta escena evangélica, aparecen temas muy sorprendentes,
que invitan a cambios profundos. El primero es la posibilidad
tristísima de ser intachable respecto de lo establecido en la
religión (saber la doctrina, hacer las oraciones aconsejadas,
cumplir los preceptos y recibir los sacramentos) y no tener una
relación profunda con Dios ni con Jesús; es decir, no tener fe
en ellos, que consiste en escuchar lo que ellos quieren de mí en
cada momento y ponerlo por obra. Y lo más grave es, que no