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Eso es lo que está pasando. Por eso se dirige a la mujer y le
perdona sus pecados. Más aún, le dice que es su fe la que la ha
salvado. Que esa confianza que tuvo en él y en Dios, le ha traído
la salvación. Claro que es Jesús el que con su humanidad ha
suscitado esa fe, pero la fe es lo más propio del ser humano, lo
que lo humaniza. Ellos descansan en su justicia, en sí mismos,
no en el amor gratuito de “Papadios”, ni de su enviado Jesús.
Para valorar la escena, es imprescindible hacerse cargo del
escándalo de Simón y sus correligionarios. No hacerse cargo
de él es mantener también una actitud farisaica respecto de los
fariseos. Dios, no se puede dudar, quiere el bien: y el mal es
realmente malo, hace mal: daña a las personas y a la sociedad.
En esa sociedad integrada, la prostitución daña relaciones
humanas primarias, o es el plano inclinado para que disgustos
o insatisfacciones no se procesen superadoramente, sino
que desemboquen en infidelidades. La prostituta ha roto la
solidaridad social, al irrespetar y prestarse al irrespeto. Esto no
es una tontería. No da lo mismo cualquier cosa, y la permisividad
y el indiferentismo hacia el mal, acaba nivelando el bien y el mal.
Y cuando unas personas y una sociedad se han colocado por
encima del bien y del mal, han caído, se han degradado. Contra
esto se levantan los fariseos poniendo las cosas en su lugar.
¿Dónde está entonces el problema? Está en confundir el pecado
con el pecador o, más exactamente, en reducir a la persona a la
condición de pecadora. Y, por tanto, al desconocer todo lo demás
que hay en ella y, sobre todo, su carácter de persona, su dignidad
personal, dada por Dios y por eso inamisible, imposibilitar
cualquier relación con ella. El problema es obrar con ella de
un modo reaccionario: irrespetarla como ella irrespeta a otros.