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Jesús había sido invitado a comer a casa de Simón, el fariseo. Era
una deferencia de parte de Simón. Pero, para que no pensaran
sus correligionarios que simpatizaban demasiado con él, omitió
los ritos de recepción del huésped a la vista de todos. Por eso,
el banquete trascurría fríamente, era meramente protocolar.
Es cierto que lo animaba el deseo de rendirle una cortesía al
maestro; pero el temor a pasar la medida inhibía, cualquier gesto
de auténtico aprecio.
Además y sobre todo, ellos cumplían la ley intachablemente.
Sabían a qué atenerse respecto de Dios. No tenían ninguna
pregunta trascendente que hacerle. No tenían nada que buscar,
porque en la Torá habían encontrado el camino de la vida. No
tenían necesidad de llamar a su puerta, como tantos pecadores
o necesitados. Ellos estaban dentro, como fieles cumplidores
de la ley. Tenían a Jesús en su casa, a su disposición; pero
no entablaron con él ninguna relación profunda porque no
sintieron ni necesidad, ni deseo de hacerlo. ¡Qué tristeza tan
grande, perder una ocasión tan propicia!
Ese trascurrir vacío fue quebrado al hacer irrupción la mujer.
Todos la conocían muy bien. Todos la habían despreciado en
público, para dejar claro delante de sus vecinos que Dios odia
al pecador y que sus fieles deben mostrar inequívocamente la
misma repulsión. Se quedaron muy sorprendidos de que se
hubiera atrevido a entrar a la casa. Les admiró más aún, la
resolución con la que se encaminó derechamente a Jesús y le
tocó los pies, se los ungió con perfume, se los cubrió de besos
y de lágrimas y se los enjugaba con sus cabellos. Pero lo que les
llenó de estupor fue que Jesús se dejó hacer, es decir, que aceptó
el homenaje de la mujer. Juzgaron que no podía ser profeta