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le hace caso. Los discípulos, para quitársela de encima, le piden
a Jesús que atienda a su petición. Jesús les responde que solo ha
sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel. Como la mujer
insiste, Jesús le responde con una dureza que parece impropia
de él: “No está bien quitarle el pan a los hijos para echárselo
a los perritos”. La mujer no se amilana por eso que suena a
bofetada verbal y le responde: “Es verdad, Señor, pero también
los perritos comen de las migajas que se caen de la mesa de sus
dueños”. Jesús, genuinamente admirado, le contesta: “Mujer,
¡qué fe tan grande tienes! Que se cumplan tus deseos”. Y la hija
quedó sana.
Como se ve, la negativa de Jesús obedece a que cree que su padre
no lo ha enviado a los paganos. Según el Tercer Isaías y otros
documentos de la época del retorno del exilio de Babilonia, el
plan de Dios era la salvación universal, pero ella tendría lugar a
través del ministerio de Israel, por fin convertido. La dureza de
Jesús refleja su desazón interior: él quiere curar a la hija; le duele
íntimamente tener que decirle que no. Por eso, para cortar la
tensión, le responde de tan mala manera.
Pero la mujer sirofenicia, movida por el amor a su hija y por la fe
en Jesús, se abre tanto al razonar y los sentimientos de Jesús que
es capaz de reinterpretar convincentemente sus palabras, para
que él llegue a hacerse cargo de que los paganos también tienen
derecho a su misericordia. Por eso, asiéndose de sus mismas
palabras, que de buenas a primeras sonaban tan ofensivas, y
aceptando su puesto absolutamente subalterno en la casa del
Dios de Israel, le hace ver que algún derecho tiene, aunque sea
el derecho a la liberalidad del amo, que, aunque en un lugar tan
humilde, le permite estar dentro de la casa.