29

le hace caso. Los discípulos, para quitársela de encima, le piden 
a Jesús que atienda a su petición. Jesús les responde que solo ha 
sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel. Como la mujer 
insiste, Jesús le responde con una dureza que parece impropia 
de él: “No está bien quitarle el pan a los hijos para echárselo 
a los perritos”. La mujer no se amilana por eso que suena a 
bofetada verbal y le responde: “Es verdad, Señor, pero también 
los perritos comen de las migajas que se caen de la mesa de sus 
dueños”. Jesús, genuinamente admirado, le contesta: “Mujer, 
¡qué fe tan grande tienes! Que se cumplan tus deseos”. Y la hija 
quedó sana. 

Como se ve, la negativa de Jesús obedece a que cree que su padre 
no lo ha enviado a los paganos. Según el Tercer Isaías y otros 
documentos de la época del retorno del exilio de Babilonia, el 
plan de Dios era la salvación universal, pero ella tendría lugar a 
través del ministerio de Israel, por fin convertido. La dureza de 
Jesús refleja su desazón interior: él quiere curar a la hija; le duele 
íntimamente tener que decirle que no. Por eso, para cortar la 
tensión, le responde de tan mala manera.

Pero la mujer sirofenicia, movida por el amor a su hija y por la fe 
en Jesús, se abre tanto al razonar y los sentimientos de Jesús que 
es capaz de reinterpretar convincentemente sus palabras, para 
que él llegue a hacerse cargo de que los paganos también tienen 
derecho a su misericordia. Por eso, asiéndose de sus mismas 
palabras, que de buenas a primeras sonaban tan ofensivas, y 
aceptando su puesto absolutamente subalterno en la casa del 
Dios de Israel, le hace ver que algún derecho tiene, aunque sea 
el derecho a la liberalidad del amo, que, aunque en un lugar tan 
humilde, le permite estar dentro de la casa.