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El centurión es consciente de que la ley de pureza prohíbe a un
judío entrar en casa de un pagano y quiere liberar a Jesús de las
molestias de la purificación subsiguiente. Jesús es un hombre
de Dios y él un pagano incircunciso: no es digno. Asimismo
su oficio, las armas, añade una nueva indignidad. Pero, además,
no necesita ir, porque así como él manda a sus subordinados
y ellos lo obedecen puntualmente, así Jesús puede mandar a la
fiebre y ella se alejará de su criado. Si su palabra basta, siendo
él un jefe subordinado, cuánto más la de Jesús que es enviado
plenipotenciario de Dios. Basta con que diga una palabra y su
criado quedará sano.
Jesús se queda genuinamente admirado, ciertamente de su
humildad, siendo él, el representante del mayor poder de la
tierra, pero, sobre todo, de su fe. Piensa que Jesús tiene poder
absoluto sobre la fiebre, porque lo tiene sobre todas las fuerzas
que causan mal. Piensa que Jesús tiene todo el poder de Dios,
poder de vida y salvación. Basta con que quiera, con que diga
una sola palabra.
Jesús se admira por dos razones: la primera por la magnitud y
calidad de su fe. El centurión cree que el imperio de Jesús sobre
todo es tan ilimitado, que no es necesaria ni la presencia. Puede
hacer lo que quiera. Pero no como un mago de feria, sino como
participación absoluta del poder creador y regenerador de Dios.
El poder de Jesús es para restaurar la creación, para liberarla y
plenificarla, exclusivamente para el bien.
Pero la segunda razón, bien paradójica, para admirarse, es
porque no ha encontrado fe tan grande en el pueblo de Dios.
Porque esa fe tan consumada es la fe de un pagano. Un pagano